Rock, ópera y revolución
La historia comienza en un año cargado de símbolos: 1968. Los jóvenes andaban revueltos por las calles de París o Chicago y el fenómeno del rock comenzaba a girar hacia posturas más sofisticadas. Uno de los héroes de aquel momento, Roger Waters, miembro fundador del grupo Pink Floyd, se encontró con un escritor francés ese mágico año, Etienne Roda-Gil, a través de un amigo común, Phillipe Constantin. Roda-Gil era un autor de letras de canciones de éxito, las cantaba Juliette Greco o Johnny Hallyday, y una de sus canciones, Et j'abolirai l'ennui (y aboliré el aburrimiento), cantada por Julien Clerc, se había convertido en lema callejero por las calles de París en el célebre movimiento de mayo. Roda-Gil se movía por el círculo de los Situacionistas, y su ira contra el sistema tenía algo de familiar para nosotros: era hijo de un matrimonio de republicanos catalanes exiliados en Francia.
Pasaron veinte años, y el matrimonio formado por Etienne y Nadine Roda-Gil ofreció a su antiguo amigo nada menos que un libreto de ópera sobre la Revolución Francesa. En Francia se preparaba la conmemoración del bicentenario del histórico evento. Cuenta el libreto que acompaña al disco que el propio Miterrand se mostró interesado por el proyecto al escuchar una maqueta, pero que el interés se perdió por los meandros de la flamante Ópera de la Bastilla. En 1990, Nadine, autora también de unos bellos bocetos sobre los personajes, fallecía y la historia parecía abocada al olvido. Pero en 1994, Rogers Waters recuperó la idea. El DVD que acompaña al disco nos muestra los otrora flamantes ordenadores con los que el apuesto "senior" que es Waters se aplicaba a la labor de preorquestar la obra; unos ordenadores que, ¡ay!, parecen hoy más antiguos que la propia Revolución. En 1996, falleció Constantin, el amigo común, y el propio Etienne lo haría el año pasado, 2004. Waters es, pues, el único testigo de aquel pacto.
De todo ello sólo queda, pues, la partitura y este disco recién editado con todo lujo por Sony/BMG, ya que no consta que se haya representado. Para ofrecer un producto definitivo, Waters ha contado con colaboradores de lujo; en primer lugar el director de orquesta (y orquestador) Rick Wentworth, formado nada menos que con Michael Tippet y Colin Davies, y cantantes tan solventes como el barítono galés Bryn Terfel, el tenor inglés Paul Groves y la soprano china Ying Huang.
La ópera presenta una selección de hechos de la Revolución Francesa en el marco de una pista de circo y los principales personajes aparecen en escena como pájaros, siguiendo los diseños de Nadine Roda-Gil. Los ingredientes son, a priori, irreprochables. Queda un tema de fondo y no el menor: ¿cuál puede ser el resultado del encuentro entre un antiguo héroe del rock, por más sofisticado que éste fuera, y la ópera como género? Y, sobre todo, ¿cómo es que un ídolo de masas, en retiro, dedica tres lustros a una aventura artística que, precisamente, se quiere ópera? Sea cual sea la respuesta, resulta conmovedora la fe en que justamente la ópera pueda merecer tal esfuerzo, ¿seguirá siendo la ópera la manifestación suprema, la aspiración máxima de cualquier creador musical al margen de su origen o práctica estilística? Esta simple pregunta justifica el acercamiento a este trabajo. Roger Waters se ha lanzado al ruedo sin protección, no ha buscado ni una ópera rock ni un musical encubierto, hay madera de ópera, algo a lo que ayudan las formidables voces participantes. Pero tampoco sería justo ignorar que la ideación musical parece situarse en un limbo histórico que termina marcando el proyecto.
Es patente el intento de emocionar y el respeto a soluciones buscadas en el ámbito de la música clásica tradicional y la retórica operística, pero la entrega del viejo rockero desemboca fácilmente en imágenes de música cinematográfica. Y es que la ópera no perdona, y hoy menos que nunca, con su público acuartelado en los cercados de la historia. De todos modos, si los teatros líricos fueran más curiosos, este vibrante Ça ira debería tener su oportunidad, aunque sólo fuera porque la izquierda cultural se ha visto obligada en el siglo XX a escribir torcido con renglón recto.
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