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REVUELTA URBANA EN FRANCIA
Columna
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La Intifada francesa

Actúan como guerrillas urbanas en grupos de unas docenas, a saltos y emboscadas; se mueven con total autonomía operativa; son mayoritariamente árabes norteafricanos, de entre 14 y 21 años; sus líderes permanecen tácticamente invisibles; esta revolución del pobre usa el móvil para la coordinación en los barrios dejados de la mano de Alá, allá en la banlieu, con todas las posibilidades de explotación que ofrece al islamismo radical. Son los protagonistas de una Intifada que se extiende a toda Francia, y amenaza ya con el contagio a las vecinas Bélgica y Alemania.

¿Es ésta una nueva expresión de la malaise, el no encontrarse Francia a sí misma, que llevó al no en el referéndum sobre su lugar en Europa? ¿O un fenómeno sólo ligado a la integración del inmigrante en la sociedad francesa? ¿Ha fracasado, en cualquier caso, la idea de la gran nación, con su promesa de igualdad republicana, antaño formidable fabricante de franceses de todas las razas y colores?

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Los revoltosos no son los que ayer bajaban del tren, sino hijos y nietos de inmigrantes, con la nacionalidad plenamente adquirida. El rouleau compresseur, que tan bien ha servido a Francia, hizo asimismo con ellos su trabajo, y hoy son franceses de cuerpo entero. Pero ocurre que se miran ese cuerpo y no lo reconocen. Los franceses del viejo solar galo-romano -pueden pensar los sublevados- son para ellos como habitantes de otro país, no carne de gueto, ni objeto de discriminación, ni mucho menos, tratados por la policía con la política del ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, de tolerancia cero.

Es una Intifada contra la reclusión en una ciudadanía de segunda clase, que no comenzó el pasado 27 de octubre, cerca de París, con la muerte de dos jóvenes que huían de la policía. Desde el 1 de enero se han contabilizado en todo el país cerca de 72.000 casos de violencia urbana, 32.000 vehículos incendiados, 442 enfrentamientos de bandas. Es también un epifenómeno de un malestar que afecta a toda Francia, y que aún excita más el forcejeo político por la sucesión presidencial en las elecciones de 2007, entre Sarko, campeón de la solución musculosa, y el primer ministro, Dominique de Villepin, que, en tiempo de descuento, plantea respuestas sociales al problema. Y España que se tiente la ropa porque es ahora, cuando el número de inmigrantes de segunda generación resulta todavía manejable, cuando hay que trabajar para mañana.

La gran nación hexagonal, que asumió dolorosamente, pero con enorme capacidad de recuperación, la pérdida del imperio en los años 50 y 60, que recobró un primerísimo lugar en el mundo con los Treinta Gloriosos, los años -gaullistas- del gran avance económico, sufre a comienzos del siglo XXI una grave recaída. Entre las causas-avatares están la ampliación de la UE, que desplaza lejos de Francia el centro de gravedad político de Europa; el proyecto de Constitución Europea, insuficientemente soberanista para la izquierda y demasiado para la derecha; el depauperado duopolio franco-germano, que mueve sus aspas sin objeto en el vacío. Y entre los efectos, el gripaje de aquel gran rodillo nacional, que ya sólo fabrica documentos de identidad en vez de ciudadanos, y, en derivación directa de ello, la Intifada de esos otros franceses, una orgía de destrucción que deja tamañito el pillaje del huracán Katrina.

La prensa anglosajona proclama de antiguo que Francia ha de privatizar masivamente, desmantelar sistemas de protección para ser más competitiva; desembarazarse de todo lo que la hace pesada, anticuada, tan dada a un insoportable sermoneo. Y el subtexto dice que el modelo anglosajón, hecho de genio empírico, movilidad extrema del trabajador, multiculturalidad propia del laissez faire, es el único adecuado ante el reto de la globalización. Pero no se habla de la desigualdad social en Estados Unidos, grande como la banlieu de un continente, ni tampoco que, desde el Gobierno conservador de Margaret Thatcher al de su admirador, el neo-laborista Tony Blair, los servicios públicos no hay quien los reconozca en Gran Bretaña.

Parece que la Francia que gusta en llamarse de la doctrina republicana se ha quedado sin respuesta a la posmodernidad, tan surtida ésta de individualismo egoísta y posesivo, pero sería una pena que, cambiando el agua de la bañera, se tirara al niño también por el desagüe.

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