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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El picnic

Unos bolivianos juegan al fútbol a la orilla del río y la gente les mira desde la barandilla, y de repente meten un gol como se mete una flor dentro de un libro. En el mediodía de este primer domingo de noviembre, un avión a reacción deja su rúbrica blanca en el cielo claro del Besòs, y por la misma parte ajardinada del río en que juegan los bolivianos corren unas niñas con sus patinetes, y pasan familias pedaleando, y los hombres y las mujeres pasean con la chaqueta al hombro y los jerséis a la cintura. Uno baja una y otra vez al río llevado por un oleaje interno, que a veces se le escapa a borbotones. "¡Que no caiga!", grita un jugador, y otro pide para sí el balón: "¡Eh, Nelson!". Reverbera en el aire el golpe seco del puntapié a la pelota, y también flamean las voces secas de los hombres que juegan: "¡Nelson!". En esta zona del Besòs, bajo el puente de la carretera nacional, todos los domingos se juntan desde hace cerca de un año medio centenar de emigrantes bolivianos, y ahí montan cada semana su picnic y su partido de fútbol, que se prolonga hasta la caída del sol.

En esta zona del Besòs, todos los domingos se juntan medio centenar de emigrantes bolivianos y montan su partido de fútbol

Llegan de Via Júlia, de Sants, de todas partes de Barcelona. Algunos se traen preparada la comida, pero a veces otros tienen flojera de preparársela, y la misma mañana del domingo se la encargan por teléfono, a cambio de unos euros, a una señora mayor que anda con ellos. "Me llaman y me dicen: prepárame un platito, dos... Y así se hacen hasta 15 platitos". Llevan en sus bolsas de plástico del Lidl la comida típica de su tierra: chicharrón de chancho, que es carne de cerdo cortada en trocitos, cocida en un perol grande y frita con su propia grasa en el mismo perol. "Es, sobre todo, un plato típico de Cochabamba, de los valles: el granero de Bolivia", explica un muchacho que no alcanza los 30 años. El chicharrón lo acompañan con patatas, y con mote de maíz, y con una salsa de zanahorias, lechuga, cebolla... Y lo aderezan con pimiento picante molido en la licuadora. También preparan el escabeche de chancho, que se hace con los pies de cerdo, y el relleno de patata, que consiste en una buena porción de carne molida envuelta en una patata a su vez molida. A la cocinera la ayudan Wilma, que escucha y sonríe, y Russell, el cuñado de la señora, un hombre de 33 años. Hablan entre ellos en quechua. Russell era herrero en Bolivia, pero aquí es cerrajero y montador de Pladur y lampista, y lo que vaya saliendo. Ha trabajado en Egipto y en Jordania, pero ya lleva dos años en Barcelona. "Al final me gustaría volver allá", dice Russell refiriéndose a su tierra, y a continuación señala la tierra de césped y de barro que hay junto al río y añade: "Otro lugar como éste no existe para encontrarnos. Aquí podemos jugar al fútbol y compartir la comida. Hemos formado casi una familia. Estamos muy unidos. Venimos también para ayudarnos, incluso económicamente. Si a alguien le falta trabajo, le ayudamos a buscarlo. Si tiene un accidente, también le ayudamos...". Una mujer, que se ha protegido del sol con un gorro de papel de periódico, retira una pieza de carne de su envoltura de papel de aluminio. Otra mujer, con el pelo recogido en cola de caballo y el bolso en bandolera, apura sus huesos de cerdo, y los deja mondos en su plato de vajilla, al lado de unas patatas cocidas. Los hombres comen al sol vestidos de futbolistas y los niños juegan con una pelota con los colores y el escudo del Barça. Se ha levantado junto al río el viento fresco de santos y difuntos con que principia noviembre, y algunas muchachas se echan el chal por los hombros. Alguien ha encendido un radiocasete con música disco y éxitos de hace 30 años. Por aquí y allí, hay montoncitos de ropa, de chaquetillas de punto y de jerséis, en torno a los cuales se reúnen los amigos. La cocinera reparte la comida que le han encargado. La ha traído en un par de neveras portátiles, que ha colocado sobre una mesa de cámping. Unos pocos comen sentados en sillas plegables de madera, pero la mayoría descansa tendida en la hierba. A la sombra del puente, queda el destartalado carro de supermercado donde transportan las latas de los refrescos. Junto a estos bolivianos, pasa un ciclista con traje de competición y refunfuña: "¡Esto es Jauja!".

Henry, de 29 años, trabaja como soldador y lleva una camiseta de la selección israelí. Hace dos años y tres meses que llegó a Barcelona. Antes había vivido en Israel, donde nacieron sus hijos. Henry ha sido uno de los que iniciaron la costumbre de reunirse en esta área del río. "Vivo aquí cerca. Un día vine a pasear con los niños y vi que era un buen lugar para jugar al fútbol. Llamé a unos amigos y formamos dos equipos". Henry es aquí del Barça y en su tierra es del Wisterlmann. "Comparten los mismos colores", comenta. Cuenta, además, lo duro que le resultó encontrar el primer trabajo en Barcelona y que lo consiguió a través de un amigo. "Por eso procuramos ayudarnos todos aquí". Cada domingo, los bolivianos instalan sobre la hierba del río sus neveras portátiles y las dos porterías, también portátiles, que se han hecho con los hierros de una obra. A pocos metros, unos niños españoles juegan al fútbol solitarios, quiero decir, sin mezclarse con los otros niños.

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