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Reportaje:

Los restos de la Stasi

La policía política de la República Democrática Alemana dejó de existir en 1989, pero su actividad fue tan brutal que sus efectos aún perduran. Espacios, cárceles y 180 kilómetros de actas con información sobre millones de personas son aún una pesadilla para muchos.

Lola Huete Machado

Femina", se lee en el documento, con esos caracteres imprecisos que dejan las viejas máquinas de escribir. Femina es Christiane Mlynski. O mejor, el seudónimo que la Stasi, la policía política de la extinta República Democrática Alemana (RDA), usaba para identificarla en sus papeles secretos. Al lado aparece un número de registro: I/959/86. Y unas siglas: OPK, que la definían como ciudadana operativa. "Significaba que eras enemigo del Estado, que te encontrabas sometido a lo que llamaban primer nivel de observación, la permanente", dice Mlynski. Ella sabía que la vigilaban. Siempre lo supo: "Era una sensación constante que te volvía insegura; gente rara que aparece un día junto a conocidos y hace preguntas raras… Lo supe. Por eso quise desde el principio que me enseñaran mi acta, saber qué amigos eran verdaderos y quiénes me traicionaron. Yo quería cerrar ese periodo, pero debía cerrarlo bien". Mlynski solicitó primero saber si tenía acta. La tenía. Luego, verla. Y lo consiguió en 1993. Por fin iba a averiguar hasta qué rincones de su vida se había colado la mirada de ese "Gran Hermano" (como lo llama el historiador británico Timothy Garton Ash, que fue investigado por espía) de un Estado comunista que existió entre 1949 y 1989, hasta que sus ciudadanos consiguieron derribar el muro que los aislaba.

"Casi tres millones de alemanes han preguntado sobre la existencia de un acta sobre su persona"

"De repente, por todos lados estaba la Stasi, hombres en uniforme o de civil. Se sentaban en sus Lada delante de casa, nos observaban, nos seguían; no tenían permitido, sin embargo, hablarnos. A veces se ocultaban como conejos tras los árboles", escribe Claudia Rusch, una de las escritoras del boom literario del Este, en su novela Meine freie deutsche jugend (Mi juventud: alemana y libre). La Stasi fue una pesadilla en la vida cotidiana de los alemanes orientales, y lo es hoy, en la política, en la literatura, en las discusiones del país reunificado desde 1990, con eso que Garton Ash define como "la venenosa basura de la RDA", los restos de un inmenso aparato represor.

El Ministerio de la Seguridad del Estado (Staatssicherheit, de ahí lo de Stasi) nació en 1950, siguiendo el modelo del KGB soviético, con la idea de controlar todos los hilos de la vida en el país e identificar y neutralizar a cualquier disidente -y, por tanto, enemigo- que se pusiera a tiro. Era el mayor instrumento del gobernante Partido Socialista Unificado (SED) para asegurar su permanencia en el poder; no en vano, a la Stasi la llamaban "escudo y espada del partido". Aglutinaba las funciones de la policía secreta, el servicio de inteligencia y la oficina de investigación y persecución criminal. Fue dirigido, salvo en su periodo inicial, por un hombre del todo inolvidable, Erich Mielke. Muchos son los que le atribuyen gran parte de culpa en el "fracaso del intento socialista sobre suelo alemán". Cuando Mielke falleció en mayo de 2000, anémico y solo, en un asilo berlinés, el periódico sensacionalista alemán Bild Zeitung tituló sin reparo: "Su mal corazón ha dejado de latir".

Casi tres millones de personas han preguntado ya por la existencia de su acta; casi dos han hecho lo mismo que Mlynski -maestra de escuela, nacida en Jera en 1968-: rebobinar su propia vida a través de los ojos o la imaginación de terceras personas, esos informadores oficiales y no oficiales (familiares, conocidos, amigos…) que a su vez eran presionados: "Si no colaboras, tu hijo no tendrá plaza en esa escuela; si no haces…".

En el mecanismo de consulta de un acta existen dos opciones, cuenta Mlynski. "Una, pedir una copia directamente; la otra, acudir a la central de la Stasi en Berlín-Lichtenberg o a cualquiera de sus oficinas, leer el acta original allí y luego solicitar copia". ¿La diferencia? En los papeles que salen fuera del entorno oficial nunca aparecen los nombres de terceras personas. "Son tachados sistemáticamente". Lo dice la ley. Ella devoró las casi cien páginas que le entregaron, protegidas por una carpeta gris amarillenta. Se sentó. Y leyó, y leyó -como hacían otros a su lado, en una veintena de mesas- frente a un observador que cuida de que el material no se deteriore, que no se abran sobres que no se deben abrir, que no desaparezcan hojas ni piezas del informe… Leyó con el mismo silencio reverencial con que se enfrasca uno en una buena novela, con la diferencia de que esta vez la que tenía entre manos era de trama angustiosa; producía cierto sentimiento de parálisis, ese tragar saliva con que uno se enfrenta a cartas nunca abiertas antes y que podrían haber decidido el curso de tu destino y el de los tuyos -"gente que acabó en la cárcel; gente que vio cómo terminaba su carrera académica por culpa de un informe, cómo sus aspiraciones profesionales se esfumaban…"-, a datos que obligan a la memoria a ir hacia atrás, a verdades que se quisieron ocultar o mentiras que alguien inventó y sirven para aclarar de repente por qué sucedió aquello y no lo otro…

"Allí, en mi carpeta, aparecían las fotocopias de cartas personales que yo había enviado a amigos; allí estaban todos mis sentimientos en evidencia, todo ahí, público, mirado por ojos ajenos, por funcionarios", sigue Mlynski. Indignación y vergüenza asegura que sintió. Pero también orgullo. Porque estaban allí, bien documentados, sus movimientos mientras estudiaba en la Universidad de Rostock, sus reuniones, la manera en que creó un grupo de mujeres reivindicando derechos… "Me sentí orgullosa, es verdad, porque en algo había contribuido. Hay quien piensa que toda esa revolución en la RDA estaba organizada, pero no; yo no era enemiga de nada, no era una disidente; aquello eran actividades pacíficas, la lucha por una sociedad, por un país mejor…". Mlynski fue apuntando ese día de 1993, uno a uno, los nombres que aparecían citados en el acta: amigos, conocidos, vecinos, informadores… Y luego, en casa, los colocó uno a uno cuidadosamente en su copia, los memorizó. Y los guardó bien guardados.

Una ley nacida del primer Parlamento alemán reunificado en 1991 regula el acceso a la mastodóntica información que recopiló la Stasi; permite la consulta particular de las actas custodiadas por lo que viene a llamarse Comisión Federal para los Documentos del Ministerio de la Seguridad del Estado, ente público también conocido por el nombre de sus administradores: el pastor Joachim Gauck lo fue hasta 2000, y ahora lo es Marianne Birthler, activista en pro de los derechos humanos que participó, como Christiane y tantos otros, en la resistencia pasiva en la RDA. Unas 9.000 personas consultan al mes a la comisión. "Ahora se ve que fue erróneo creer que en un lustro ya no habría interés por estos papeles, como se dijo al principio", señala Birthler, que ante todo defiende el valor simbólico del archivo para las víctimas de la dictadura. "Lo más fácil hubiera sido ocultarlo todo, dejar perder el inmenso material que la Stasi dejó tras de sí, y quedarnos, al menos aparentemente, tan tranquilos", decía Gauck. "Pero no, nos decidimos por revisarlos, porque teníamos ya idea, tras la II Guerra Mundial, de lo útil que eso del borrón y cuenta nueva resulta para los represores".

Los peligros de abrir la caja de Pandora, que decía el escritor Günther Grass, también preocupan a muchos. Durante un tiempo, el miedo a las venganzas, la paranoia, la desconfianza enturbiaron el aire. Pero no hubo tanta caza de brujas como sí grandes discusiones en los primeros noventa mientras se decidía el destino y la forma en que se conservan los papeles (tal como están o integrados en otros archivos; con material identificado o anónimo…). "Los datos ocultos dañan más que los que no lo son", le dijo Birthler en 2002 al escritor mexicano Juan Villoro, uno más de los millones de personas que fueron vigiladas. Otra opinión tiene Grass: "La Stasi nunca tuvo tanto poder como ahora… Es una broma macabra que en Occidente sus archivos sean creídos como artículos de fe… Es un triunfo póstumo de la represión comunista". Algo así, matizado, también lo cree Mlynski, ciudadana de a pie. Los papeles de la Stasi servirían, dice, quizá para desvelar mucho de lo que fue su país, si lo que escondieran fuera cierto. "Pero no lo es, y eso es algo muy importante que he aprendido con el acto mismo de consultar mi informe", afirma. Lo suyo, ya está dicho, coincidía de pleno con su vida. Pero lo de su amiga holandesa Peet Visser, que acudió con ella ese día de 1993 a Lichtenberg para revisar su propia acta, resultó estar repleto de falsedades y omisiones: "Ni siquiera se enteraron de que vivió dos años en Berlín Este antes de 1989".

Para muchos, sólo el hecho de acudir al edificio de la central de la Stasi representa un gran avance en el proceso de pasar página. "Llegar a entrar en ese inmenso lugar, imaginar a la gente que allí había trabajado durante esos años, cómo desde ahí habían controlado nuestras vidas… ", dice Mlynski. En las características arquitectónicas, en la dureza estética, en el sentimiento de deshumanización, horror y aislamiento que despiertan aún los antiguos edificios en los que trabajaba la policía política se fijaron también los fotógrafos Daniel & Geo Fuchs, autores de las imágenes de este reportaje, que son parte de un proyecto, Stasi-secret rooms (Las habitaciones secretas de la Stasi), que se convertirá en exposición y libro en 2006. "Un día de enero de 2004 escuchamos un programa de radio que nos hizo interesarnos por la prisión de Hohenschönhausen", cuentan. Al día siguiente se acercaron hasta el lugar, en los alrededores de Berlín. "Nos encontramos con que las visitas las realizaban personas que fueron testigos de aquel tiempo, incluso víctimas directas". Eran seres investigados por otros seres investigados por otros seres investigados… Y así hasta el infinito.

Una densa red de agentes, informadores oficiales o no oficiales, de sospecha general y miedo particular, que se fue tejiendo día tras día de dictadura y que sería una de las razones que acabarían por consumirla. "Donde más nos impresionamos fue ante los kilómetros y kilómetros de carpetas en la central; cada vez que abrías una, allí estaba el destino de una persona", recuerda Geo Fuchs. Todos los sospechosos de ser enemigos del Estado, el pueblo o el partido; de haber intentado o querido huir del país; de ser espías profesionales o aficionados; de disentir o criticar el sistema…, iban a dar con sus huesos a esas cárceles. Y existía la pena de muerte. Así, los Fuchs se dedicaron a buscar esos espacios que fueron de la Stasi hasta que fue disuelta en 1989; sus funcionarios, despedidos y custodiados por las autoridades federales. "Encontramos sitios en los que parecía que el tiempo se había congelado, como la biblioteca de la prisión de Potsdam, cerrada tres lustros. Allí, sobre una mesa, aún se podía ver un ejemplar del periódico Neues Deutschland de esa época". Y así, tal cual lo vieron, lo fotografiaron: celdas espartanas, salas de interrogatorios, cocinas, despachos funcionariales, las dependencias claustrofóbicas de un búnker, los controles de un paso fronterizo o las habitaciones del jefe Mielke en la central de Berlín, desde donde arengaba a los suyos: "Camaradas, debemos saberlo todo…". Decoración, arquitectura, ambiente del más puro realismo socialista. Algunos lugares son hoy museos; otros, monumentos para la reflexión.

El número de informes que llegó a elaborar la Stasi sobre los 16 millones de sus habitantes, sobre otros muchos extranjeros y sobre las propias actividades realizadas por la organización es hasta hoy incalculable. Era el aparato de espionaje interior más exhaustivo (digamos, más concienzudo y pesado) de todo el bloque soviético: un informante por cada 180 ciudadanos, mientras en la URSS era uno por cada 600. Para hacerse una idea de lo que fue aquello, basta enumerar los kilómetros de estanterías repletas de actas (180), el número de fichas personales (40 millones), los kilómetros de documentos ya microfilmados (46), el número de funcionarios que trabajaban para la Stasi (casi 100.000, y el doble de no oficiales), los kilómetros de restos de papel triturado (15). Ahora, además, se espera que la CIA entregue el llamado Archivo Rosenholz, que alguien vendió a los americanos, en el que se cree que se encuentran nombres de espías extranjeros que trabajaron para el Este. Y hay fotografías, películas, vídeos y grabaciones de audio: un material, se dice, que nunca quisieron informatizar, ni siquiera en los últimos tiempos, porque Mielke era escrupuloso y desconfiado: creía que lo impreso era menos susceptible de engaño que las nuevas tecnologías. Éstas, sin embargo, están siendo usadas ahora por la comisión con gran interés: se intenta restaurar lo destruido o despedazado a toda prisa en los últimos días del régimen por funcionarios adeptos, que llegaron incluso a comprar trituradoras a Occidente para acelerar la tarea. Los pedacitos se escanean y clasifican, se aplican programas informáticos…, y quizá así un día se consiga casar las piezas del gran puzzle, la intrahistoria triste de un país desaparecido.

Desde la reunificación, el goteo de noticias sobre presuntos colaboradores de aquella seguridad del Estado ha sido constante en Alemania: famosos, políticos, industriales… Hasta el sueño olímpico de Leipzig se vio afectado en 2003 al saberse que algunos de los promotores de la candidatura Leipzig 2012 podrían haber estado vinculados. Un día se destapa en la prensa (en 2003, Berliner Zeitung) la existencia de comandos asesinos de la Stasi que podrían haber hecho desaparecer a una periodista sueca, a un futbolista del Dynamo… Otro se publican en Internet listados de 100.000 agentes e informantes. Luego salta el escándalo con la posible publicación de las actas del ex canciller Helmut Kohl (con lo que eso suponía para la investigación sobre la financiación de su partido, la CDU)… Sucede siempre con los comunistas del PDS, partido del que Marianne Birthler llegó a decir hace poco que al menos siete de sus miembros habían colaborado con la Stasi (luego pidió disculpas), y ahora con los parlamentarios de la nueva legislatura (la mitad de ellos se estrena). ¿Deben someterse a la revisión de su pasado? "Alrededor del 70% de los diputados de la anterior lo hizo", asegura Birthler.

Siempre ha creído la administradora del archivo que los alemanes orientales deben sentirse muy orgullosos de haber ocupado, en enero de 1990, el complejo de la Stasi en Berlín, y sus oficinas en distintas ciudades, en defensa de todo aquel "legado histórico": "Podrán mantenerse todos los debates que se quieran, pero el pueblo de la RDA se hizo con este material pensando en sí y en la democracia. En otros países pasan generaciones hasta que la sociedad se enfrenta a su historia". Destaca además su valor documental: "Nos han donado las tripas inmensas del servicio secreto de una dictadura". Y ni un solo papel debe perderse, porque ahí no sólo se esconden historias de traición y vigilancia, sino también historias de coraje, solidaridad y dignidad. "De gente ordinaria que consiguió sobrevivir a presiones extraordinarias".

¿Y qué pasó con los verdugos? Garton Ash, ante la sorpresa de la existencia de su acta, se fue a buscarla a Berlín, anotó los nombres de los informantes, los buscó, los encontró, habló con ellos y escribió luego un libro, El expediente: una historia personal. En él narra cómo para aquel servicio secreto él era Romeo. Y buscó, en vano, las razones de todo aquello: "Y lo que encuentras no es tanto maldad como debilidad humana: una vasta antología de debilidades humanas. Y cuando hablas con los implicados, lo que descubres no es tanto una deliberada falta de honestidad como la capacidad infinita que tenemos todos para engañarnos a nosotros mismos".

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Sobre la firma

Lola Huete Machado
Jefa de Sección de Planeta Futuro/EL PAÍS, la sección sobre desarrollo humano, pobreza y desigualdad creada en 2014. Reportera del diario desde 1993, desarrolló su carrera en Tentaciones y El País Semanal, con foco siempre en temas sociales. En 2011 funda su blog África no es un país. Fue profesora de reportajes del Máster de Periodismo UAM/El País

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