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La sabiduría del olivo

Manuel Vicent

Texto del pregón pronunciado por Manuel Vicent ayer en Osuna.

"Debajo de cada cultura, de cada religión, hay una droga o un alimento sagrado que las sustenta. En el ámbito greco-latino, hasta dondequiera que llegara el helenismo, del pan y el vino se convirtieron en el cuerpo y la sangre de Dios. Las formas consagradas y el cáliz del sacrificio, en cuyo alveolo reposa el zumo fermentado de la uva, constituyen la expresión metafórica de un sustento del espíritu. Pero, aparte del cereal y de la viña, nuestra cultura adoró también desde el principio el aceite de oliva.

El origen del olivo se pierde en la noche de los tiempos. El aceite obtenido de las aceitunas con métodos muy rudimentarios era utilizado como alimento, ungüento, medicina e iluminación en nuestra cultura mediterránea más primitiva. En Babilonia, al médico se le llamaba asu que significa "conocedor de aceites".

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Manuel Vicent da el pregón del primer aceite en Osuna

El cultivo del olivo en Egipto está contrastado desde el año 2000 antes de Cristo. Las plantaciones se hallaban a lo largo del delta del Nilo hasta Alejandría y en las tumbas más antiguas hay imágenes de esclavos moliendo aceitunas en un mortero. Había un gran intercambio de aceite de oliva entre Creta y Antiguo Egipto, y este comercio se consideró de una importancia capital. El aceite mezclado con otras esencias fue muy estimado en cosmética. Los preciosos ungüentos fueron conservados en las llamadas macetas de estribo y con estos ungüentos se intervenía a las momias, a las cuales se ceñía con ramitas de olivo formando coronas y collares.

Existe un alimento sagrado en nuestra cultura mediterránea, que no se ha movido desde el tiempo de los faraones. Sus ingredientes son humildes y esenciales: harina de trigo, aceite de oliva, sal marina y una anchoa austerísima, desolada. Con estos elementos, el dios Osiris, padre de todos los misterios, fabricó una torta con sus propias manos y luego él mismo, en procesión, la llevó a horno de leña que ardía en los sótanos del primitivo templo de Tebas y, durante la cocción, los sacerdotes entonaban himnos de gracias, según está escrito en el Libro de los rituales.

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Esta vianda aparece pintada en las paredes interiores de las mastabas de Menfis, en las tumbas del Valle de los Reyes y también fue hallada formando parte del tesoro de Tutankamon. Allí, en una bandeja de oro, había aceitunas que servían para cruzar la eternidad a oscuras en la barca de Caronte. Lo mismo hacen los estorninos y los tordos cuando, después de abatirse y esquilmar un olivar, reanudan el viaje llevando una aceituna en cada garra y una tercera en el pico.

Esta pequeña torta de pan con aceite virgen extra de oliva sustentó todas las navegaciones fenicias, estuvo presente en los banquetes del rey Minos en el palacio de Knossos, en Creta; fomentó el músculo de Aquiles frente a las murallas de Troya y dio resistencia al divino Odiseo; llenó el estómago de los patriarcas, profetas y jueces del Antiguo Testamento; se transformó en filosofía con los estoicos y epicúreos paganos, y en un sueño de la mente de los anacoretas del cristianismo. Un cuervo le llevaba en el pico esta torta con aceite a san Antonio, que la prefería a las mujeres desnudas que bailaban en la arena deslumbrada del desierto de la Tebaida para tentarlo.

No es más que un poco de harina y aceite, sal y una anchoa antigua. Este alimento está al ras de la naturaleza y hay que tomarlo hoy entre amigos y requiere que todo lo que se diga mientras se come sea verdadero, sobrio y natural, de acuerdo con la luz que el aceite desprende en ese momento.

El olivo y el aceite aparecen citados en la Biblia más de 200 veces en menesteres religiosos y usos culinarios. El Corán compara su luz con el resplandor de Alá. Los griegos pusieron el aceite bajo la protección de Atenea desde que esta diosa ganara el mítico desafío a Poseidón. Zeus decidió conceder el dominio del territorio de Grecia a quien fuera capaz de aportar el regalo más útil para la humanidad. Poseidón aportó un caballo, animal resistente y veloz, capaz de aliviar el trabajo de los hombres. Poseidón ya estaba saboreando la victoria cuando Atenea apareció con una ramita retorcida entre las manos, de color verde plateado y comenzó a explicar las extraordinarias propiedades del olivo: una planta fuerte, capaz de producir un fruto que da fuerza al organismo, alivia las heridas, alumbra la noche, da belleza al rostro y alarga la vida. La victoria de la diosa fue aplastante. Zeus la decretó vencedora por haber donado esta planta a los ciudadanos y con ella le fue concedida la soberanía sobre la nación. Poseidón reaccionó haciendo brotar una fuente de agua fresca de una roca abrasada por el sol, pero esta hazaña tampoco pudo compararse con la proeza de Atenea que plantó un olivo al lado de ese manantial. Allí abrevó luego la diosa Minerva, símbolo de la inteligencia, y sus ojos se volvieron verdes a causa del aceite que ingería.

En los últimos Juegos Olímpicos se recuperó la tradición de coronar, como en la antigüedad, a los atletas vencedores con hojas de acebuche, el olivo silvestre, que Hércules plantó en Olimpia junto al manantial de Zeus. Por otra parte, el aceite acompaña a los cristianos desde principio al fin de su existencia: en el bautismo se unta con aceite la nuca del neófito, allí donde yace la culpa heredada, y con los santos óleos de la extremaunción se marca la frente, las manos y el calcañal del creyente cuando está a punto de despegar hacia el otro mundo. Y, por si no lo sabían, también se unta en aceite el culo de los higos napolitanos para acelerar su maduración. Todos son ventajas.

En el libro de cocina más antiguo que se conoce -De re culinaria-, escrito por Apicius, se incluyen numerosas recetas basadas en el aceite de oliva y de ellas extrajo la base alimentaria la Regla de San Benito. En este libro se lee que bastan nueve aceitunas al día para que el ser humano pueda sobrevivir a cualquier calamidad.

Nuestra gastronomía mediterránea la iniciaron reyes labradores que primero uncían los bueyes, sembraban el cereal y luego legislaban. En la antigua Roma, los filósofos y los políticos tenían nombres de legumbres. Cicerón significa garbanzo; Léntulo significa lenteja; Fabio significa haba y Apio es el apio propiamente dicho de la ensalada. También los filósofos griegos se les conocían por algunos apodos de hortalizas y verduras. Pero una cosa es sembrar trigo, ajos y legumbres, por muy rey que seas, y otra cosa mucho más seria es plantar olivos, que es un oficio de dioses y su fruto más firme y perenne que cualquier filosofía.

Mientras enhebraba con hilos de oro los versos de la Eneida en su villa de la Campania muchas veces Virgilio se quedaba sin inspiración y en ese momento dejaba a un lado los útiles de escribir y se iba a la cocina a preparar la cena. Tan profundas al escribir versos eran las manos del poeta como cuando pelaba dos dientes de ajo y los echaba en la sartén sobre el aceite virgen hirviendo. El verso se le había quebrado en un punto en que decía: "Arde la enamorada Dido y por sus huesos ha inspirado el furor". Virgilio no podía seguir. De pronto, el aroma del sofrito inundaba su imaginación y a instancias de un guiso muy sencillo que se estaba dorando a fuego lento, el poeta tomaba pie de nuevo y comenzaba a cantar el himeneo de la reina de Cartago con un amante de Frigia. Dos versos insignes habían sido macerados por mediación del aceite de oliva. Trabada con aceite virgen están también las Églogas.

Mi teoría es ésta: si no eres capaz de escribir la Eneida, puedes al menos preparar unos pimientos asados y hacer resbalar sobre ellos el aceite virgen de oliva y seguro que al llegar al alma te harán sentir que eres un gran poeta.

Los arqueólogos alemanes, en 1876, descubrieron semillas de olivo, lámparas de aceite y recipientes para su comercialización en los templos y tumbas de Micenas, en la Argólida. En la Odisea, el olivo está también muy presente. Ulises y sus compañeros utilizan una viga para cegar al Cíclope. A menudo suceden episodios en los que los protagonistas son untados con aceite de oliva. Quizá el paso más célebre es el relativo a la cama nupcial de Ulises. Él mismo cortó un enorme olivo de vasta hojarasca y construyó a su alrededor una habitación. Trabajó el tronco, encastándolo en él adornos de oro y marfil, creando un precioso y único tálamo. La presencia del olivo en la mitología es de gran importancia. Según la leyenda griega, una paloma partió de Fenicia portando una rama de olivo al templo de Zeus, en el Epiro. La paloma con la ramita de olivo aparece en el mito de Noé.

Rodeado de amigos esta tarde he tenido la fortuna de plantar un olivo en el patio de la colegiata de Osuna, un recuerdo que para mí será imborrable. Este acto tan feliz me ha hecho recordar a mi tío Manuel, el cazador, que tenía un olivo de mil años en una pequeña heredad, en la falda de una montaña que miraba al Mediterráneo. Me lo quiso regalar y no lo pude aceptar porque pesaba más de 20.000 kilos y su cepellón no cabía por la puerta del jardín de mi casa. Siendo yo muy niño lo acompañaba hasta allí a recoger las aceitunas, a mitad de septiembre.

Mi tío era un cazador pacifista; disparaba a las torcaces, a las perdices y a los conejos, pero no recuerdo que nunca matara nada; creo que erraba la puntería más por compasión que por impericia. De niño le acompañaba en estas correrías por el monte que no fueron inútiles porque en aquellas mañanas de invierno, mi tío me enseñó muchas cosas sobre los frutos silvestres y de él aprendí lo que el hombre y el jabalí tienen en común a la hora de elegir el postre. También sabía muchos remedios naturales para cualquier enfermedad.

-Si tienes la sangre demasiado espesa, se hierven nueve hojas de olivo salvaje y se toma ese caldo nueve días seguidos.- me decía.

Mi camino hacia los alimentos naturales también me lo procuraba mi tío Manuel cuando, a la sombra de la morera de su alquería, me hacía partir las aceitunas de aquel olivo milenario con un canto rodado de mar contra una tabla, que se empapaba de un zumo agrio y verdoso. Ése era de verdad un aceite extra virgen de primera prensada, muy afrutado, que al final perfumaba mi mano todavía inocente. Luego, mi tío, el cazador, metía las aceitunas en una barrica con agua muy salada, que renovaba cada mañana al despertar, hasta que llegaba el día feliz en que las sazonaba con tomillo, ajedrea, hojas de algarrobo, rodajas de limón y ajos machacados, y un día me obligaba a asistir a la ceremonia de tapar la barrica con un paño de dril para depositarla luego en un estante de la despensa como en un altar. A continuación, hacía media genuflexión, como ante el Sagrario, rezaba una extraña oración y así terminaba el rito hasta que un día yo veía aquellas aceitunas en medio de una ensalada.

Con una prensa antigua de forma rudimentaria, como hacían los fenicios, pensaba extraer su aceite para regalarlo a los amigos. Aquel olivo fue plantado, tal vez, durante los terrores del primer milenarismo por algún árabe que no creía en el apocalipsis, sino en la inmortalidad de la savia.

Era un árbol todavía robusto, lleno de experiencia. A lo largo de los siglos toda clase de pasiones se habían agitado a su alrededor y él se había quedado quieto en sus raíces dando fruto. Las filosofías pasan, los grandes crímenes son incorporados a la cultura, pero el aceite de oliva sigue alumbrando con la misma luz. Cuando este olivo nació, la gente creía que el mundo estaba a punto de terminar. Por todas partes cundían rumores aciagos. Había pestes y matanzas; bajo estas amenazas, este árbol comenzó a crecer y su tronco se hizo robusto mientras se levantaban igualmente las columnas de las catedrales góticas. Podía haber pervivido en mi pequeño huerto de atrás gracias a que hubo alguien que en medio de tantas zozobras de hace mil años, semejantes a las que existen hoy, dejó a un lado el pesimismo y eligió en su lugar un esqueje. Contra la fuerza de su savia no pudo ningún fanatismo. Infinitos gaznates de herejes fueron degollados desde entonces, como las ramas de ese olivo fueron taladas. Al final de tanto dolor, la humanidad sólo pare dolor; en cambio, ese olivo, todos los olivos, sólo han dado sabiduría.

Seguro que el olivo que hemos plantado esta tarde en la colegiata de esta bella, antigua y entrañable ciudad de Osuna hará que nuestro recuerdo y amistad, en cualquier lugar del universo donde nos encontremos, perviva para siempre".

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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