Globalización del disparate farmacéutico
Nos piden que no cunda el pánico pero, desde hace un par de meses, cada día, una voz anónima y poderosa recuerda que la pandemia es sólo cuestión de tiempo y que, cuando llegue, matará a varias decenas de millones de personas.
Nos aseguran que no hay vacuna ni remedio que frene tan penosa perspectiva. Con paciencia nos explican que no puede haberla, pues el virus aún no ha mutado con la intención de atacar al hombre y, en consecuencia, todavía, aunque quieran, sin tener identificado al enemigo, no se puede empezar a trabajar en ello. Últimamente nuevas noticias contradicen este razonamiento.
Asimismo, insisten en que la actual vacuna contra la gripe común no es eficaz por las mismas razones. No obstante, añaden que el auténtico peligro radica en enfermar de la gripe aviar teniendo ya la gripe común. Así que, al mismo tiempo que alientan calma y aconsejan seguir las pautas de siempre dirigidas a vacunar sólo a aquellos grupos de riesgo, estimulan que todos, por si acaso, mal no va a hacer y vete a saber cuánto hay de cierto en este embrollo, acudan a colapsar los ambulatorios y agoten las existencias de medicamentos.
Advierten, por si no hubiéramos caído en la cuenta, que no hay problema en consumir carne de pollo, ni huevos, pero, se apresuran en recomendar que no se coman crudos, por lo que pudiera pasar, aunque, eso sí, en las granjas españolas no hay contagio alguno, ni se prevé que lo haya. Las ventas de pollos y huevos ya han descendido, y el sector está a punto de entrar en una grave crisis.
Demandan una tranquilidad madura, como corresponde a un país que está preparado para afrontar el peligro, es decir, está mejor preparado que los subsaharianos, por ejemplo, que, además de sufrir una pobreza insoportable, son lugar de destino de las migraciones de aves portadoras del misterioso mal. Nunca las desgracias vienen solas.
Nuestro gobierno, al igual que otros gobiernos de naciones desarrolladas, previsor y atento, ha encargado antivirales -de eficacia desconocida, con probabilidad de que sea nula por eso de ignorar contra qué se luchará- para el 25% de la población, unas doce millones de dosis, porque no vamos a ser menos que Francia, Inglaterra y otros vecinos, tan civilizados y consumistas, y tan dispuestos a sumarse a la estrategia de sálvese quién pueda, o hacer como que se está en ello a pesar de ser imposible. No es el momento de dar alas a la solidaridad, ni de favorecer la saña del PP que todavía, pero ya lo veremos, no ha señalado a Zapatero como el culpable de propalar la enfermedad o, incluso, de ser el malvado inventor del virus. Tampoco es el momento, después del fracaso de la Constitución europea, de ponerse a pedir un poco de coordinación, al igual que no se puede exigir peras al olmo.
Hay veces en las que una sobreabundancia de información no significa mayor transparencia, ni tampoco un mejor uso del sentido común. Debe responder, pues, a otros motivos. Nos encontramos ante uno de esos casos en los que la abrumadora insistencia de la Organización Mundial de la Salud con mensajes alarmistas, coreados por las autoridades sanitarias de los países europeos ansiosos de cubrirse las espaldas y el apoyo generoso de los medios de comunicación, provoca exceso de ruido, perplejidad e indefensión en el común de los mortales. Unas circunstancias que favorecen sólo a dos empresas farmacéuticas en todo el mundo, propietarias de las patentes de los productos Tamiflu y Relenza. Desbordadas por la multiplicación exponencial de los pedidos, se han apresurado, primero y dentro de un orden, a triplicar los precios y, después, a comprar toda la producción mundial de anís estrellado, una planta que se produce en China de la que se extrae el principio activo del Tamiflu, y finalmente a anunciar que no tienen capacidad de producción para satisfacer toda la demanda. Se trata de dos fármacos que, según la OMS sólo "podrían mejorar las posibilidades de supervivencia", porque, desde luego, nadie se atreve a afirmar que curen lo que tenga que venir. El negocio es fabuloso y más que se prevé en un futuro, tanto si se realizan los malos augurios como si no. Han conseguido que carezca de importancia la eficacia del fármaco. Una se pregunta por qué no se expropian los derechos de patente para que puedan producirse como genéricos en cualquier planta industrial preparada para ello, e impedir que cuatro listos se aprovechen del miedo inducido en la gente. Al menos, se garantizaría una producción suficiente para todas las naciones, pobres y ricas. Si para construir una carretera, al abrigo del interés general, se expropian los derechos de propiedad sobre el suelo afectado, ¿qué impide, para proteger el derecho a la vida, el mayor bien que cada individuo posee, que se liberalicen esas patentes? Lo cierto es que las autoridades sanitarias dan la apariencia de danzar al son de los intereses de la industria farmacéutica.
Esta semana se estrena la película El jardinero fiel, inspirada en una novela del mismo título de John Le Carré. Trata, precisamente, de la maraña de negocios tejida entre las multinacionales farmacéuticas, los gobiernos corruptos de los países subdesarrollados de África y la actuación sospechosa, tolerante o en connivencia, de prestigiosos organismos internacionales y autoridades diplomáticas de EE UU y Europa. Tras su lectura se llega a la conclusión de que el continente africano carece de remedio. Hay demasiado poder económico nutriéndose de la miseria de estos pueblos. Con el asunto de la gripe aviar tengo una impresión semejante.
María García-Lliberós es escritora.
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