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La gran contradicción europea

Los europeos nos sentimos con razón orgullosos de que la Asamblea francesa en 1789 aprobase la "Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano". Y digo los europeos, porque la Francia revolucionaria recoge distintas tradiciones de la Europa ilustrada, como el jurista alemán, Georg Jellinek, puso de relieve en 1895, hiriendo de refilón el chovinismo francés. Empero, estos derechos no consiguen general reconocimiento hasta que Naciones Unidas proclamase en 1948 la "Declaración universal de los derechos humanos". Si la primera fue básicamente política, pese a que olvidase los derechos de la mujer, que Olimpia de Couges completó en 1791, sin otro resultado inmediato que morir guillotinada en 1793, esta segunda Declaración amplía los derechos fundamentales de la persona, propios del Estado liberal, con los sociales y económicos. La inclusión de los derechos humanos que se han llamado de segunda generación se debió en buena parte a que la confrontación de Estados Unidos con la Unión Soviética todavía no impedía que colaborasen.

Al pertenecer a Naciones Unidas prácticamente todos los Estados del planeta, la validez de esta carta de derechos, pese a que estemos muy lejos de que se aplique, ha terminado por constituir el único horizonte concebible de convivencia. Casi todos los Estados miembros, por no decir todos, vulneran algunos de los derechos declarados, unos los individuales, otros los sociales y económicos, y no pocos entrambos a la vez. Enorme sigue siendo la distancia que va de la formulación -por lo general poco precisa, facilitando muy diferentes interpretaciones- a la práctica, que a menudo supone sencillamente su incumplimiento. Algo que no debería extrañarnos, puesto que los llamados derechos humanos universales señalan la meta utópica que permite enderezar nuestras acciones en la dirección debida. Ahora bien, al enfrentarse estos derechos a intereses vitales de personas, grupos o pueblos, nos damos de bruces con aporías difíciles de resolver Y éste es el caso del derecho a emigrar.

La "Declaración universal de los derechos humanos" en su artículo 13 reconoce el derecho de toda persona a salir de cualquier país, así como el derecho a regresar al de origen. Se garantiza el derecho a emigrar, pero truncado por el que tiene cada país a autorizar la entrada de extranjeros tan sólo en las condiciones que determine. La salida es libre -recordemos que la Unión Soviética y los países de su órbita cercenaron gravemente este derecho- pero no así la entrada en otro país, sin la que no cabe que pueda realizarse el derecho a emigrar. La emigración es un derecho de cada persona; la inmigración, un derecho que cada Estado se reserva. Al responder cada uno a intereses básicos de las personas y de los Estados, no cabe cuestionar ninguno de los dos.

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El artículo 14 hace, sin embargo, una excepción. En caso de persecución toda persona tiene derecho a buscar asilo en cualquier país. La experiencia trágica de los judíos en la Alemania nazi, a la búsqueda tenaz de un país que les diera asilo, sin conseguirlo en la mayoría de los casos, trajo consigo que la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania garantizase el libre acceso a todos los perseguidos. Norma constitucional que ya ha sido modificada, alegando el abuso que de ella hacía la emigración económica. En una época de guerras continuas en Asia y África, el número de fugitivos ha aumentado a velocidad exponencial, y difícilmente cabe ya distinguir la emigración por razones políticas o económicas. Si se cumpliera el artículo 14 de la "Declaración universal de los derechos humanos" toda la población de Irak que sufre una doble invasión, occidental y fundamentalista, y la mitad de la africana, en continuas guerras civiles, tendrían derecho a que se le concediera asilo.

Ante los gravísimos problemas que esta situación conlleva, importa tener muy presente que fuimos los europeos los que a partir del siglo XVI nos expandimos por todo el globo, y no los pueblos de América, África o Asia los que llegaron a nuestras costas. Francisco de Vitoria admite que los territorios americanos pertenecían a los indios, pero en virtud del orden natural que debe basarse en la libre circulación de personas, bienes e ideas, si los pueblos indígenas no respetasen este derecho, la Corona estaría legitimada a imponerlo por las armas. Siguiendo las huellas de la escuela salmantina, Hugo Grocio en Mare liberum (1606) defiende el derecho de todos a navegar libremente con fines comerciales. La libertad de moverse libremente por todo el planeta se asocia a la libertad de comercio. Si China prohíbe la importación de opio, el Reino Unido envía a la armada para defender a cañonazos el sagrado principio del comercio libre (1839), quedándose de paso con Hong Kong. En fin, dos factores demográficos contribuyeron en el siglo XIX al vertiginoso desarrollo económico de Europa, el haber exportado más de 60 millones de emigrantes a todas las regiones del mundo, especialmente a América, y la expansión colonial por África y Asia, que permitió colocar a otra parte de la población sobrante.

En un mundo globalizado en el que la técnica ha facilitado la libre circulación de capitales, bienes y personas, a nadie ha de extrañar que la emigración haya invertido el sentido, de la periferia hambrienta al norte desarrollado. Inútil buscar otro "efecto llamada" que la distancia abismal que separa a los países ricos de los pobres. En el cine y demás medios -la industria del ocio es un bien que se exporta- les hemos mostrado nuestro altísimo nivel de vida, casi inconcebible desde la miseria en que viven, a la vez que la integración de estas sociedades tribales en el mercado mundial les ha hecho pasar de la pobreza tradicional a la miseria del subdesarrollo. ¡Ay del país africano que tenga petróleo o diamantes!

El espectacular crecimiento económico de Europa en los siglos XIX y XX arrancó de una racionalización de la agricultura que ha permitido reducir la población rural desde cotas superiores al 50 hasta el 3 por ciento. Durante decenios el campo ha desalojado en la industria a millones de personas. La industrialización y la emigración, que hicieron posible el desarrollo de Europa, están hoy cerradas a los países pobres. En el primer mundo desarrollado posindustrial, la industria se hadesplazado a países intermedios, con una buena organización y salarios bajos, mientras que los países miserables de la África subsahariana no tienen la menor oportunidad de industrializarse -los pocos bienes que consumen se importan a precios mucho más bajos de lo que costaría el producirlos; hasta las baratijas que venden a los turistas como artesanía propia vienen de India o China-. ¿Dónde colocar entonces la mano de obra que el campo expulsaría en cuanto se modernizase la agricultura, por otro lado imprescindible para abastecer a una población que crece desmesuradamente? Se comprende que las personas más conscientes y emprendedoras arriesguen la vida en el intento de entrar en el paraíso terrenal.

Encerrado el tercer mundo en un callejón sin salida visible, los marroquíes sufren directamente la que llamaría la gran contradicción europea. Defensores acérrimos de los derechos humanos, incluido el de la libre circulación de personas, su aplicación supondría quebrar el bienestar y seguridad de nuestros ciudadanos. Nadie se atreve a pedir el uso de la fuerza para garantizar la inviolabilidad de las fronteras, pero muy pocos estarían dispuestos a permitir que se colasen avalanchas de africanos. El PP exige del Gobierno, por un lado, que garantice la invulnerabilidad de las fronteras; pero, por otro, acude a Naciones Unidas para que intervenga a favor de los derechos humanos de los subsaharianos, eso sí, una vez suprimido el derecho de libre circulación de las personas que en tiempos lo consideramos un derecho natural imprescriptible. Se presiona a Marruecos para que controle de manera rápida y contundente la situación en torno a los enclaves españoles, a la vez que se exige que los emigrantes ilegales sean devueltos respetando los derechos humanos, sin que se hayan concretado los países de acogida ni se sepa quién corre con los gastos.

Se comprende que los africanos se indignen ante la hipocresía de los europeos. Por mi parte, prefiero referirme a la gran contradicción que impregna la cultura cristiana. Jesús de Nazaret predicó que, como buenos hermanos, nos amemos los unos a los otros, entregados por entero a la voluntad del Padre. "No os preocupéis de lo que vais a comer o a beber, o con qué vestido os vais a cubrir. Las aves del cielo no siembran ni siegan, y sin embargo vuestro Padre que está en los cielos las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? Buscad el Reino de Dios y lo demás se os dará por añadidura". Max Weber insistía en lo obvio, que no cabe construir una sociedad sobre estas bases. Desde sus orígenes cristianos Europa vive la contradicción del principio del amor, que implica la igualdad máxima de todos los humanos, cuando las sociedades sólo funcionan cuando son asimétricas, contradicción que hoy pervive en la forma secularizada de los derechos humanos. Contemplados desde fuera podemos parecer unos grandísimos hipócritas, pero tal vez en el fondo subyazca una contradicción que cala a mucha mayor profundidad.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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