Lecciones federales de Canadá
Para mayor excitación de los que donde dicen España dicen nación, y ante la desesperación de quienes cuando ven España ven Estado a secas, sin apellidos, ha vuelto lo que Unanumo y Ortega llamaban "el problema de España". El inicio de la tramitación en las Cortes de la propuesta de reforma del Estatuto de Cataluña ha desatado las pasiones y el fuego fatuo de la ansiedad nacional.
España es una democracia joven que no ha decidido aún si su alma es unitaria o federal, si es una, o múltiple. Desde la aprobación de la Constitución de 1978, España ha recorrido un largo camino de construcción de un Estado que protege a sus ciudadanos de las contingencias de la vida y garantiza sus derechos y libertades. Ahora, la gran cuestión pendiente es la definición del modelo territorial. Para evitar las estridencias al uso, resulta útil recordar que otros han pasado ya por esto. Incluso, extraer lecciones de otros lugares podría tener un efecto balsámico. Tomemos Canadá por modelo.
En el contexto de países democráticos como Canadá y España, la ropa sucia se lava en casa, y la casa es la que es
La analogía es válida en función de la mirada que la describe. El móvil en este caso es la esperanza del desarrollo de una cultura federal en España, sea o no sea federal el producto resultante del proceso de reforma que se avecina. Es evidente también que extrapolar experiencias de un país a otro conlleva sus riesgos. Canadá es un estado federal y España es un estado unitario descentralizado. En Canadá, las provincias tienen el derecho de iniciar procesos de secesión, mientras que esto resulta inconcebible en cualquier Estado unitario como el español. Aún así, resulta sugerente detenerse en la opinión del Tribunal Supremo de Canadá (www.canlii.org/ca/cas/scc/1998/1998scc63.html), emitida a raíz de tres preguntas enviadas por el Gobierno central tras el referéndum de soberanía de 1995 en Québec.
Obviando las circunstancias del mencionado referéndum, podemos destilar cuatro principios que pueden ayudar a serenar y normalizar el debate territorial en España. El primer principio se refiere a la "no aplicabilidad del derecho de autodeterminación". El Alto Tribunal es claro al afirmar que el derecho a la secesión sólo deriva del derecho de autodeterminación de los pueblos reconocido por el derecho internacional en aquellos casos que implican una situación de dominio colonial. "En cualquier otra circunstancia, los pueblos deben realizar su autodeterminación dentro del marco del Estado en el que se inscriben". Es decir, que en el contexto de países democráticos como Canadá y España, la ropa sucia se lava en casa, y la casa es la que es.
El segundo principio sería el de "aversión al unilateralismo". "La Constitución valora el orden y la estabilidad y, por tanto, la secesión de una provincia no puede llevarse a cabo de manera unilateral, es decir, sin una negociación con los otros participantes en la Confederación dentro del marco constitucional existente". Salvando la referencia a la "secesión", la idea subyacente es que cualquier intento de alteración del statu quo es legítimo sólo si es negociado con el Estado y las demás partes integrantes. En el contexto del plan Ibarretxe, la consecuencia sería negar la pretendida validez en sí misma -enarbolada vehementemente por Ibarretxe- de un voto mayoritario unilateral en Euskadi; es decir, que en el derecho a decidir de los vascos tienen también voz las instituciones que representan a los españoles.
Una tercera idea es la existencia de derechos y deberes. "Los derechos democráticos contemplados en la Constitución no pueden separarse de las obligaciones constitucionales". Semejante obviedad es un componente básico de la cultura política en todos los Estados federales del mundo. En el caso español, la inmadurez política y federal se refleja en la falta de interiorización de un principio elemental relacionado: el principio de lealtad; de las autoridades del Estado hacia los derechos de las autonomías, y de los entes federados hacia el ámbito de competencias del nivel central.
Por último, de esta interpretación libre que hago de las palabras de los jueces canadienses, podemos inferir el "principio de negociación permanente". "Nuestras instituciones democráticas necesariamente acomodan un proceso continuo de discusión y evolución, que se refleja en el derecho constitucional de cada participante en la federación de iniciar la reforma constitucional". En España, la cuestión federal se caracteriza en cambio por el miedo a abrir el llamado melón constitucional.
Al más puro estilo federal, las implicaciones del caso canadiense en España actúan en ambas direcciones. En el caso de los nacionalismos periféricos, especialmente en el caso vasco, los principios descritos requerirían la asunción por parte de partidos como el PNV de una serie de reglas del juego que conllevan derechos y obligaciones. Esto implicaría poner fin a la infantilización del electorado nacionalista en torno a la idea de derechos sin contrapartidas, de que "esto se hace porque yo lo digo, y punto". En cuanto al Gobierno central, el modelo canadiense implica, por un lado, la normalización del debate y la negociación sobre el modelo territorial, sin miedo a que se ponga en riesgo la existencia misma del Estado; y por otro, la necesidad de unas instituciones centrales coherentes.
El producto final debería ser la clarificación de lo que es posible y lo que no, de los derechos y deberes de unos y otros dentro de esas reglas del juego. Pacificados así los términos y principios del debate mediante la asunción de una cultura política de tipo federal, la discusión terminológica pierde dramatismo, y términos como "nación", "nacionalidad" o "comunidad nacional" se ven despojados de su valor diabólico o talismánico, según quien hable, para convertirse en el resultado de procesos racionales de negociación.
Borja Bergareche es abogado.
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