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Columna
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Días de vino y rosas

Llevamos unos días no sé si de charada o de chirigota. Para empezar, la ministra Espinosa lidió con los reyes de la espina, o sea los pescadores, a causa del gasóleo que ha subido por culpa del agua que, aunque no sea de huracanes, es el líquido donde nadan las espinas. Luego, vino Arzalluz el Olvidado asegurando que nunca tuvo vocación política y que lo suyo es enseñar; ¿acaso querrá presumir de pantorrilla? Claro que se olvidó muy pronto de sus preferencias profesorales y, dejando salir el animal político que lleva dentro, les acusó a ellos, o sea a los otros, de que nunca aceptarán que los suyos -o sea, los de él- se declaren como nación. Y, hablando de nación, ahí queda la intervención de nuestro presidente Zapatero quien, con mucha bonhomía pero quizá no tanto juicio, instó al tripartito catalán a negociar el Estatuto con actitud abierta y constructiva. ¿No resultará un poco peligroso pedir constructividad a quienes no piensan más que en la construcción nacional?

Y es que cuando se tienta demasiado al lobo aparece bajo la forma de Ibarretxe y suelta con impecable lógica que habrá Estado si así lo quieren las naciones que lo integran. Tendremos que pasarle por alto a nuestro lobo la incongruencia que supone decir que sólo habrá Estado si así lo desean una serie de naciones y sostener al mismo tiempo que ya hay Estado, puesto que él mismo reconoce que ya existe al establecer que concurren una serie de naciones que lo integran, es decir, que lo conforman. Quiero decir que habrá que disculparle al lehendakari esta leve incongruencia porque está manifestando justamente lo que no se atreven a concluir quienes hablan al buen tuntún de naciones; a saber, que si ya hay naciones todavía sin Estado podrían plantearse -y se lo plantean- establecerse como Estado desbancando a un Estado que se cree que darle a alguien el estatus o estado de nación es como espurrearle Chanel nº 5. ¿Por qué se llamarán nacionalistas los nacionalistas?

Pero lo que más surrealista ha sido que Maragall no haya sacado adelante su proyecto de cambiar el Gobierno de su Cataluña, no sé si nacional, trasnacional o contemplativa. Desde luego resulta extraño que se quejen quienes le trajeron en su día de Roma para ganarles a los nacionalistas, porque no sólo les ganó sino que, además, hizo que los nacionalistas también ganaran. ¿Se puede ganar más? Hay que reconocerlo, Maragall es un fenómeno (y más que un club). Imagino su mente inquieta luchando todos los días por trascender los tediosos límites de lo adquirido. Pero también me imagino su voluntad tratando no sólo de imponer sus brillantes hallazgos, sino de luchar contra él mismo cuando todos le defraudan. Lo raro es que no lo intentara, me refiero a romper moldes, porque en su partido ya le dan por amortizado y será muy difícil que regrese a tan altas cotas de poder. ¿Tiene algo de raro que sabiendo que se juega sus últimos cartuchos quiera conseguir pieza tras pieza? Maragall hace bien aprovechando la circunstancia de que le hayan anunciado que no cuentan con él, para sobrepasarse. Lo que no vale ahora es rasgarse las vestiduras.

Me explico: si coges a un tipo y le anuncias que está disfrutando de su última oportunidad, no es de recibo quejarse de que quiera apurarla hasta el máximo. Confío en que Maragall nos dé aún grandes titulares o, lo que es mejor, grandes alegrías. No parece descartable verle pujar por La Moncloa. Ya me lo imagino al mando de una nación de verdad desmelenándose para renovar conceptos como el de aldea, concejo y anteiglesia. A menos que apunte más alto y se nos vaya a la estación espacial para enseñarle al mundo lo que es una barretina. Aunque también podría regresar a Roma y, como ya sabe ser alcalde, apuesto a que se hacía con el Ayuntamiento de la llamada Ciudad Eterna. Entonces seguro que se realizaba, ya que, como su nombre indica, una ciudad eterna vale más (o por más tiempo) que una nación. Sólo le faltaría entonces darle fuego como Nerón para que algunos supieran qué es una venganza catalana.

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