Periodistas
A pocos observadores atentos se les escapará que el periodismo atraviesa en España uno de los momentos más críticos de su historia reciente. La lista de males no es corta: quiebra de la deontología profesional; manipulación de la información para someterla a intereses espurios; falta de transparencia de muchos medios sobre su estructura o su ideario y fragilidad laboral de amplios sectores profesionales. Todo ello ha cristalizado en una preocupante indefensión de los ciudadanos ante los abusos de algunos medios. Unos abusos que, en demasiadas ocasiones, derivan llana y simplemente en corrupción.
Éste es el trasfondo sobre el que el Congreso de los Diputados ha iniciado los debates para elaborar un Estatuto del Periodista. En el Parlamento comparecerá una cuarentena de expertos para expresar su opinión sobre el origen del proyecto, una proposición de ley presentada por Izquierda Unida y debatida el pasado mes de noviembre. Nadie niega que los problemas existen y que alcanzan por igual a los periodistas, cuyo prestigio se ve salpicado por las malas prácticas de algunos de ellos, y a los lectores, que asisten con creciente estupefacción a la deriva en la que se ha embarcado un reducido grupúsculo de medios en España, tanto de radio y prensa escrita como, pese a su juventud, también de Internet. Con todo, el proyecto de Estatuto del Periodista que debate la Comisión Constitucional del Congreso constituye la peor solución posible que cabía imaginar.
Otros países de nuestro entorno viven también, o han concluido ya, procesos de regulación semejantes. Casi siempre con vivas polémicas que, no obstante, no han alcanzado el nivel de ruido del caso español, correlato exacto de la amalgama de insultos, infamias, intromisiones en la intimidad, amarillismo o confusión entre información y opinión que diariamente trata de pasar por periodismo de calidad en los quioscos y las ondas de este país. Traspasar el amplísimo territorio de la opinión para adentrarse resueltamente en los pantanos de la desestabilización de las instituciones democráticas constituye otra peculiaridad española que no tiene parangón en el resto de Europa, y en cuya práctica destaca, de forma paradigmática, la emisora radiofónica de los obispos.
Pero si la situación es preocupante, peor es el remedio. Los redactores del proyecto de ley han soslayado en su inspiración los modelos liberales que mejor funcionan, especialmente el del Reino Unido, que se basa en la autorregulación de los periodistas, la responsabilidad de las empresas, la aplicación en su caso de la legislación civil, penal o laboral y la ausencia de intromisión de los poderes públicos. En lugar de todo ello, el proyecto español opta por un intervencionismo de hechuras rancias, cuyo regusto autoritario no puede más que preocupar a cualquiera que considere que el periodismo en libertad constituye la piedra de toque de la calidad de una democracia.
Para empezar, el texto instaura un Consejo Estatal de la Información, nombrado por el Parlamento, financiado por los Presupuestos y dependiente en última instancia del poder político, con capacidad, ni más ni menos, de decir quién es periodista y quién no, al disponer de la capacidad de conceder acreditaciones profesionales (y de retirarlas hasta por un periodo de dos años), entre otras estrafalarias atribuciones.
El proyecto pretende además regular el secreto profesional en sustitución del Código Penal, lo que resultará, según quede el texto final, excesivo o innecesario. Probablemente, ambas cosas a la vez. Menoscaba la competencia del director del medio para nombrar cargos intermedios. Olvida o minimiza el hecho de que los derechos de autor de los periodistas sobre sus textos son frecuentemente más colectivos que individuales. E impone con un detallismo reglamentista la figura de los Comités de Redacción (de la que este periódico ha sido pionero), que tan buenos resultados pueden generar cuando son producto del libre pacto entre editoras y periodistas en el ejercicio de su respectiva autonomía.
De esta serie de catástrofes en cascada apenas se libra otra cosa que la mejora en la protección para el acceso profesional a las fuentes informativas, registros y expedientes públicos (artículo 16). Pero también el corporativismo de sus redactores lastra este intento, pues sustrae a las empresas y profesionales del periodismo de sus deberes de transparencia. En suma, contra la pretensión explícita del texto de aumentar la independencia y la calidad del periodismo español, lo que se configura es un periodismo sometido y, por ende, de peor calidad. Se trata de un despropósito sin paliativos. La ética no se impone por ley. Un código deontológico es un compromiso personal y al tiempo colectivo de quienes aceptan voluntariamente unas reglas de comportamiento en el ejercicio de su profesión. El juicio de lectores y audiencias, por un lado, y el Código Penal, por otro, se bastan para delimitar el ancho terreno de juego desde el que los periodistas han de realizar su contribución al fortalecimiento de la democracia.
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