Una generación perdida
El pueblo vizcaíno de Ortuella llora a sus muertos 25 años después de la explosión de gas que segó 52 vidas en el colegio
Esta historia es terrible aun contándola a través de los que tuvieron suerte. Amaia tenía siete años y acababa de empezar 2º de EGB. Su clase estaba en el segundo piso de las escuelas de Ortuella, un pueblo minero de Vizcaya. De lo primero que se acuerda cuando su memoria retrocede 25 años es que a eso del mediodía se oyó un gran estruendo, el suelo tembló y los cristales de las ventanas se rompieron hacia adentro. A partir de ahí, lo único que retiene es su obsesión por saber dónde se encontraba su hermana, un año más pequeña que ella. Las clases de los de 1º estaban en la planta baja. Cuando Amaia consiguió llegar, ya no existía.
Aquel jueves, 23 de octubre de 1980, una explosión de gas derribó el colegio público Marcelino Ugalde, nombre oficial de lo que en Ortuella todo el mundo conoce como "las escuelas". Contreras, el fontanero del pueblo, se había acercado al centro para arreglar una avería en el desagüe de las cocinas, situadas justo debajo de las aulas. Al encender el soplete, una fuga de propano que se había ido embolsando entre el terreno y la planta baja explotó. Más de 100 alumnos, de los 900 que ese día habían ido a clase, quedaron sepultados bajo los escombros. Cuarenta y nueve de ellos murieron. La mayoría rondaba los seis años de edad.
También perdieron la vida dos profesores y una cocinera. Del curso de la hermana de Amaia sólo se salvaron tres críos: un chaval que se había quedado en el patio tras el recreo, otro que ese día no había ido al colegio y... la hermana de Amaia. La onda expansiva la sacó de la clase y la dejó sin sentido, pero viva, en medio de tanta muerte.
La fotografía que al día siguiente ilustró la portada de este periódico refleja con toda su crudeza el horror sin límites de aquellos momentos. La desesperación de una mujer en zapatillas que se lleva las manos a la cabeza, el desconcierto de otra a la que la tragedia sorprendió con el delantal puesto y ahora busca a su hijo o a su hija entre sus compañeros muertos. Sin embargo, se quedaron para siempre guardadas en el archivo otras fotografías que quizás reflejen mejor lo que pasó en aquel momento pero que, por respeto a las víctimas, no se publicaron. Hay un primer plano de un hombre joven que saca en brazos a su hija muerta de entre los escombros y otro de un abuelo con la mirada perdida que se lleva de allí a su nieta malherida.
Y es eso, justamente, lo que sucedió y todavía sucede en Ortuella. Veinticinco años no son suficientes para cicatrizar una herida tan tremenda, y de ahí que los vecinos acepten hablar de "lo que pasó en las escuelas" con el gran angular puesto, casi refiriéndose a la tragedia como si la hubieran visto en los telediarios, pero nunca aplicando el zoom a los sufrimientos concretos. Alguno menciona en voz baja el sueño que todavía se va y tarda días en volver o el regreso de una imagen que todos los años, cuando se aproxima esta fecha, sigue visitando a los que vivieron aquellos días: 49 ataúdes blancos subiendo la cuesta del cementerio.
"Estuvo un tiempo en coma y luego se despertó. Se fue recuperando, pero olvidó para siempre todo lo que tenía que ver con la escuela". Amaia habla de su hermana, pero podía estar hablando de su pueblo. Basta asomarse a los gráficos del Instituto Vasco de Estadística para constatar que Ortuella sigue todavía doliéndose de aquel golpe. Más fracaso escolar que los pueblos del entorno, menos profesionales.
Los padres de aquella generación perdida se quedaron en el pueblo, muy cerca del cementerio donde sus hijos fueron enterrados juntos, como si siguieran en clase.
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