El Barça o la banalización del mal
Lo que más impresionó a Hannah Arendt cuando, en 1961, asistió al juicio contra Adolf Eichmann en Jerusalén fue la mediocridad del personaje. El responsable efectivo de llevar a cabo la "solución final" hitleriana, que había conducido a millones de personas a la muerte, era un hombre de poca categoría intelectual, más bien frágil y notoriamente simple, y ante este absurdo trágico, Arendt escribió su famosa Banalización del mal. Ni tan sólo el mal era grandioso. Al contrario, podía ser muy banal.
Por supuesto, no pretendo hacer ningún tipo de comparación del nazismo con el esperpéntico capítulo de debate franquista que nos ha proporcionado, con más alegría que responsabilidad, la junta directiva del Barça. Precisamente para no banalizar el mal extremo, lo que el nazismo significó no es comparable a nada. Radicalmente a nada, hasta el punto de que las múltiples comparaciones odiosas que a menudo se hacen son inmorales y sólo sirven para minimizar la tragedia que significó. Salvando, pues, todas las distancias exigibles, el gran lío Echevarría ha tenido aspectos de banalización de la maldad que no han sido precisamente un homenaje a la memoria. No entraré en todos los pormenores de si el presidente lo sabía o no, porque los líos de familia, como los de faldas, recorren siempre caminos inescrutables. El final feliz -sólo había un final feliz- de la polémica permite relajarnos, pasar página y, quizá, volvernos a ilusionar con un Barça que nos había ilusionado mucho. Que sea así, pues, y que hoy, con permiso de los navarros, los goles lleguen como agua de mayo, nuevamente encantados de engancharnos al delicioso absurdo de 22 tipos en calzoncillos y tras una pelota. Pero mientras cerramos página y volvemos a mirar con cariño a nuestro Jan Kennedy del fútbol -convencidos de que no acabará como Clinton-, a algunos nos queda un amargo sabor de boca. Personalmente, lo peor que he vivido de toda esta absurda polémica no ha sido el incomprensible intento de mantener al ínclito neofranquista Echevarría en una junta directiva democrática, catalanista y etcétera. Lo peor ha sido la banalización del franquismo que se ha producido reiteradamente, tanto en boca del presidente Laporta como en muchos de los debates subsiguientes. El delirio de esta banalización se produjo en la rueda de prensa del presidente, especialmente cuando un Laporta a la defensiva, incapaz de driblar con eficacia las preguntas de los periodistas, intentó "comprender" a su cuñado, minimizó su ideología y hasta llegó a considerar que tenerlo de directivo era un ejemplo de tolerancia. Perdonen la autorreferencia, pero en respuesta a las declaraciones que yo había hecho los últimos días -le recordé a Jan que lo había visto llorar en el homenaje al presidente del club Josep Sunyol, asesinado por los franquistas-, respondió que Sunyol murió "por la tolerancia, el respeto y la libertad". ¡Uf!, que diría el sabio Quim Monzó... A partir de aquí, que si en democracia se pueden tener todas las ideas, que si la Franco es una fundación legal, que si Echevarría no podía ser franquista porqué solo tenía 38 años, que si uno puede ser de ideología franquista pero tolerante y demócrata, que si es buena persona, que si en el Barça "hi cabem tots", para acabar con una de las reflexiones más estridentes que he oído nunca a un Joan Laporta que siempre consideré sensato: "Tener a Echevarría refuerza la pluralidad de la junta". Es decir, alguien que se apunta a una fundación cuyo único objetivo es glorificar la figura de un dictador que mató, exilió, encarceló y saqueó durante 40 años, y que lo hace en plena democracia -en 1996, cuando el común de los mortales se apuntaban a Greenpeace-, se convierte en el termómetro de la pluralidad de una junta catalanista. No fotem! Pero hay más, y es por aquí por donde sangra la herida histórica, cuyo recuerdo, por cierto, no es la expresión del resentimiento, sino de la justicia. Lo fundamental es que éste no es un debate entre el amplio espectro ideológico que puede coexistir en una junta directiva. No se trata de izquierdas, derechas, centrífugos, republicanos y verde-sostenibles. Se trata de tener o no a antidemócratas en esa misma junta, de poner en su sitio la enorme diferencia que hay entre la democracia y los enemigos de la democracia. Puede que Echevarría sea el tipo más simpático de la historia de la humanidad -a fuerza de elogios, me lo van a convertir en santo-, pero si ganaran los suyos, la simpatía nos acompañaría a la frontera o nos llevaría de patitas a la cárcel. O peor. Ése es el punto de inflexión que marca la diferencia entre una polémica y un escándalo. Lo de Echevarría ha sido un enorme escándalo. Banalizar su ideología para intentar salvar una situación insalvable sólo puede tener una consecuencia: la de minimizar la maldad del franquismo y, por el camino, ningunear a las víctimas.
Conozco de sobras a Jan Laporta. Sé que es un hombre de fuertes convicciones, radicalmente comprometido con la democracia y con el catalanismo. Pero en este escándalo se le ha ido la mano y ha actuado de la peor manera posible. Error en los inicios, error en la gestión y craso error al final. Ahora que estamos cerrando página y nos preparamos para volver a disfrutar del fútbol, quede esta petición en el aire, quizá como homenaje al enorme cariño que siempre nos hemos tenido: el franquismo, Jan, no se banaliza. Fue triste. Fue perverso. Y fue malvado. Que aún exista como ideología no mejora la salud plural de un pueblo. Sólo le recuerda lo enormemente débil que puede ser su sistema de libertades.
www.pilarrahola.com
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