Arrimar fuego a donde sólo haría falta luz
"Con las mujeres siempre han pasado cosas raras. Aristóteles decía que las mujeres tenían menos dientes que los hombres, y pese a que estuvo casado dos veces, nunca se le ocurrió examinar la boca de sus esposas". Bertrand Russell, el irónico filósofo inglés, se habría quedado sorprendido ante la rareza que se le ocurrió hace unos días a algunos directivos-as de un moderno banco español, el BBVA: a fin de convencer a sus clientes para que compraran las sartenes y platos que venden en rigurosa oferta bancaria, colocaron a sus empleadas (exclusivamente a sus empleadas femeninas) un delantal de cocina. Así que las cajeras, asesoras de planes de inversiones, interventoras o contables trabajaron durante algún tiempo tapando sus trajes con un típico mandilón blanco. A decir verdad, lo que más sorprende y desalienta de esta historia es que las empleadas se colocaran dócilmente el símbolo de tanta tontería sin tirárselo a la cabeza a Aristóteles.
El desaliento, el desfallecimiento de las fuerzas, es una amenaza muy de esta época. Seguramente afecta a la lucha de las mujeres por la igualdad, pero también, sin duda, a las fuerzas progresistas en general, hombres y mujeres. En España se podría decir que, en estos momentos, los únicos que parecen inmunes al decaimiento del ánimo son los que un periodista norteamericano llamaba "fanáticos del conservadurismo". Para ellos no hay desconcierto ni periodos bajos. Su gran ocasión siempre es el desaliento de los demás. Entonces sacan fuerzas de su fanatismo para, como reprochaba Víctor Hugo a la derecha, "arrimar las llamas a donde sólo haría falta luz".
En esa estamos. El PP parece decidido a arrimar fuego al debate sobre el Estatuto de Cataluña y para ello apela continuamente a la conciencia. Los demás sabemos que no hay nada más peligroso que la conciencia de un fanático, pero nadie parece estar en condiciones de poner rápidamente la suficiente luz como para que las llamas no tengan sentido y terminen apagándose solas.
El debate del Estatut está teniendo un efecto demasiado desmoralizador en la izquierda, quizás porque se desarrolla en el campo del nacionalismo, un terreno en el que se suponía que los progresistas no querían encerrarse y en que se han movido siempre con incomodidad. Lo increíble de la situación es que la izquierda ha aceptado meterse en una batalla en la que la gran acusación es ser racionalista o ilustrado. En la que declararse ajeno a himnos nacionales, banderas y desfiles se interpreta como una trampa, la muestra del nacionalismo del lado contrario, y no de un deseo de que prevalezca la razón y el universalismo a la hora de resolver los problemas, en lugar de los contenidos de la conciencia.
Nadie sensato duda de la dificultad objetiva de llegar a un acuerdo sobre el actual borrador del Estatuto de Cataluña, pero tampoco sería sensato caer en el desánimo y dar alas a quienes convocan en torno a hogueras. La equivocación sería olvidar que, como decía Unamuno, los sentimientos no transigen con términos medios. Es la razón la que permite armonizar, controlar y negociar. No hay motivo para renunciar a ella y para no exigir a todo el mundo, incluida la derecha, que la respete. No hay motivo para dejar que la gente con antorchas achante a los defensores de la luz eléctrica ni para considerar respetables las opiniones que mienten respecto a los hechos, a sabiendas.
Muchos hombres y mujeres han creído a lo largo de la historia que la razón era el mejor asidero para negociar y para recobrar los ánimos. Ánimo, pues. Fuera los delantales y fuera los agoreros. Fuera tanta discusión en los ayuntamientos gobernados por la izquierda sobre identidades y sentimientos. Y mucho más espacio, y más valor, para hablar de ciudadanía, de derechos y de deberes, y de igualdad. solg@elpais.es
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