La ruta del cruasán
Corría el rumor de que en la plaza de Sant Gregori Taumaturg se traficaba con unos cruasanes memorables. "Son para llorar de placer", me comentó una vecina que desea mantenerse en el anonimato. El cruasán no es un tema banal. Muchos ciudadanos recorren la ciudad en busca de unos cruasanes más decentes que los que venden algunas comercios: duros, insulsos, que empiezas a masticar el domingo y terminas el lunes. Rápidamente, acudí al lugar de los hechos: el número 2 de la plaza conocida como "de la iglesia redonda". Parapetado tras un periódico, observé los movimientos: adultos de aspecto aseado entraban y salían de un pequeño establecimiento con pinta de joyería. Algunos ni siquiera esperaban para consumir el producto y lo desenvolvían nerviosamente y se lo comían allí mismo, sin que las nuevas ordenanzas municipales hicieran nada para evitarlo. Por la expresión de su rostro, se trataba de un material muy bueno, pero antes de caer en la tentación, opté por vencer mi curiosidad visitando viejos santuarios del cruasán.
Muchos ciudadanos recorren la ciudad en busca de cruasanes más decentes que los que venden algunos comercios
Empecé por un clásico: la pastelería Mauri de la calle de Provença. Entre turistas, esperé mi turno y pedí cruasanes convencionales, sin relleno ni puñetas. Me los cobraron a 0,80 euros cada uno, un precio razonable a juzgar por las tarifas vigentes. El precio no es el único elemento que tener en cuenta, pero es indicador de las tendencias del mercado. Para no devorarlos en la calle, me metí en un portal y allí me entregué al placer con los ojos cerrados, recordando algunos grandes cruasanes de mi vida. En una ocasión, pude ver cómo se hacen. La masa, extendida con el rodillo, tenía forma rectangular. Nada hacía suponer que aquello se convertiría luego en varias medias lunas. Con destreza, el pastelero convertía el rectángulo en triángulos recortados y con un hábil movimiento, y después de untarlos con mantequilla, los enrollaba empezando por la parte más ancha del triángulo y sujetando la punta para estirar un poco la masa. Es un espectáculo que suelo recordar cada vez que me enfrento a un ataque de bulimia cruasanil.
Pequemos, pues, y vayamos a la pastelería Canal de la calle de Calvet. Allí están los cruasanes, esperándote en la parte derecha del expositor. El precio tiende al redondeo: 1 euro. Nada que objetar: se paga y ya está. Suponiendo que uno se quede con hambre, puede llegarse, dando un paseo, a la pastelería Baixas de la calle de Muntaner. Aquí el precio vuelve a ser de 0,80 y el cruasán tiende a ser más tostado y crujiente. ¿Qué necesitas más? Sigue andando, llégate a la pastelería Sacha de la plaza de Adrià y, a cambio de 1,05 euros, podrás degustar un cruasán mítico. Hay pasteleros que, de incógnito, acuden aquí para probar e intentar copiar los cruanes. Entre los cruasanólogos hay quien sostiene que los del Sacha son demasiados pequeños, aunque otros defienden precisamente esta concentración ligera de sabor y, para reforzar sus argumentos, se escudan en el viejo latiguillo arquitectónico del menos es más. Hay otras opciones. Si lo que queremos es cantidad, por 0,80 euros podemos acercarnos al Foix de la calle Major de Sarrià o a La Brioche de la calle de Casanova. Todas estas experiencias son emocionantes, pero admito que no lograron acabar con mi curiosidad. Así que cogí el cruasán por los cuernos y me acerqué a la pastelería Oriol Balaguer de la plaza de la iglesia redonda.
La puerta del establecimiento ha sido diseñada por una mente perversa y provoca en el visitante la extraña sensación de no saber cómo se entra y, una vez en el interior, no saber cómo se sale. El espacio es muy reducido, hay pocos productos expuestos, todo es ultramoderno y pijo, y puedes ver el catálogo de pasteles y creaciones varias en una pantalla. Es abiertamente futurista y no tienes la sensación de estar en una pastelería, sino en una mezcla de joyería y de concesionario para aparatos de microcirugía. Cuando ya estás pensando en marcharte, alguien, con acento brasileño o no, te preguntará qué deseas y entonces, si eres coherente con tu mantequilloso vicio, susurrarás: "Un cruasán". Ya sé que queda un poco miserable gastar tan poco en un escenario así, pero uno debe defender sus convicciones y, a cambio de 1,50 euros, te lo darán. Repito: 1,50 euros. Nos encontramos ante un precio que revoluciona el mercado del cruasán y que escandalizará, supongo, a la competencia. Pago y observo cómo me envuelven el cruasán como si de una pluma estilográfica para regalo se tratara. Cuanto más lo envuelvan, pienso, más impaciencia sentiré al abrirlo. Necesito ayuda para salir (maldita puerta) y, una vez en la calle, acelero hasta el Turó Park, donde me zampo el cruasán. Para resumir la primera impresión, me permitirán que utilice una expresión autóctona: "Collons!". Puestos a poner pegas, me intimida el marco y la sofisticación que rodea la experiencia. A este paso, llegará un día en el que para comerte un cruasán tendrás que ir a un concesionario, probar un prototipo y encargarlo para que te lo traigan, a precio de oro, al cabo de tres meses. Mientras tanto, buen provecho.
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