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Columna
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Prostatismos

Al igual que las religiones primitivas, el avance de la civilización exige sacrificios. Somos civilizados a costa de la contención de muchos impulsos naturales, y más civilizados seremos cuantos más impulsos seamos capaces de reprimir. El de mearnos en plena calle, por ejemplo.

Nuestras autoridades políticas, defensoras seculares de las buenas maneras -salvo quizás durante los periódicos bélicos-, se han puesto serias en lo relativo a las micciones públicas, privilegio del que gozan por tradición los perros, pero negado al ser humano por respeto precisamente a su humanidad. (Ignoramos la postura de la Iglesia ante las meadas callejeras, por estar ella más preocupada por los asuntos del espíritu que por los de la vejiga, pero tampoco creemos que sea del todo entusiasta, ya que el hecho de orinar en público está a un solo paso del exhibicionismo, así sea indigno de ser exhibido el instrumento de la micción.) Te meas en la calle, en fin, y te multan. Por meón. En Bilbao, sin ir más lejos, puede caerte una sanción de 750 euros, porque deben de considerar allí que las personas son chernobyles ambulantes que orinan material radioactivo. En Las Palmas, en cambio, la meada te sale por 120 euros, mucho más asequible para las familias de clase media.

Gracias a ese punto de intersección inevitable que existe entre la política municipal y el teatro del absurdo, el alcalde de Barcelona ha declarado lo siguiente: "La policía sabrá justificar si hay alguna persona con problemas de próstata y no se le multará". La cosa es preocupante, ya que para que la policía detecte esos problemas prostáticos se verá obligada a llevar a cabo una exploración rectal in situ. "Apóyese usted en el capó del coche y bájese los pantalones", le dirá un agente, mientras se calza sus guantes de látex, al sospechoso de padecer prostatitis. "Oiga, mire, no es por ofenderle, pero casi preferiría pagar la multa", es posible que objete el viandante meón. A este paso, los enfermos prostáticos tendrán que salir a pasear con un certificado médico si quieren evitar que un agente del orden les meta el dedo en el culo, extremo que no siempre resulta agradable, sobre todo si no existe un sentimiento de amor.

Por lo demás, las sanciones por orinar en la vía pública pueden potenciar la economía sumergida. Vas por una calle de Bilbao, reventando, y llamas al portero automático de un edificio: "Oiga mire, le doy 375 euros si me deja subir y utilizar su cuarto de baño", porque así la meada te sale por la mitad de precio. Y sin IVA. Para empeorar las cosas, la policía vigila con celo el horario de cierre de los bares. Vas de regreso a casa, harto de líquido, y de pronto te dice la vejiga: "Camarada, ya estoy hasta la coronilla". Pero todo está cerrado. Todo. Ni una luz hostelera en el horizonte. Además, no existen urinarios públicos, que esa es otra. "Aguanta un poco", le ruegas a tu vejiga. Pero ella nunca ha sido un órgano especialmente razonable. Te meas vivo. Sientes un tsunami en la uretra. Miras en derredor. No viene nadie. Buscas un rincón. Te la sacas. Suspiras. El líquido culpable corre por la acera. Oyes pasos. Dos polis. "No soy yo. Es mi próstata", objetas, metafísico. "Eso habrá que comprobarlo", dice un poli. Y la luna, entre nubes de púrpura, se mea de la risa.

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