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Columna
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Los otros españoles

Las masas que el eufemismo llama de desprivilegiados escuchan con fuerza una llamada; la de la abundancia, del lujo suntuario del mundo occidental. La televisión, ubicua e hipnótico señuelo de otra vida posible, es el banderín de enganche. Nos ven en la pantalla. Y por eso se levantan y emprenden una marcha de Sur a Norte, de Oeste a Este. Y en ambos casos, cuando proceden de África, o de las que fueran colonias del imperio, su puerto de arribada es con frecuencia España; van en ocasiones camino de otra Europa, o para rehacer el viaje de vuelta de Colón, quizá pensando que tanta proclama de hiperbólica parentela tiene algo de verdad.

¿Cómo se puede regular el flujo de brazos y cabezas que necesita España, para llenar los huecos de un país que se jubila mucho más rápido que crece, y beneficie ello tanto a exportadores como importadores de seres humanos?

Tras la idea del jefe de Gobierno, Rodríguez Zapatero, de convocar una conferencia iberoamericana sobre la inmigración, expresada en la reciente cumbre de Salamanca, se perfilan realidades que pueden prestarse, sin embargo, a los usos más diversos. De un lado, la ayuda al desarrollo que se predica como remedio a largo plazo para que el ciudadano del Tercer Mundo no tenga que emigrar, corre el peligro de convertirse en un peaje para que los países productores de mano de obra ayuden a controlar ese flujo; es decir, para que lo repriman, haciéndole el trabajo sucio a Europa. Y de otro, cabe pensar en el establecimiento de una generosa política de cuotas, aplicable y aceptable sobre todo para América Latina.

En la relación de España con las antiguas Indias hay muy pocos terrenos en los que el Gobierno de Madrid pueda o deba tomar la iniciativa. No quiere nadie que España abandere políticas como la ofensiva contra el castrismo del anterior presidente del Gobierno; pero sí puede ser inversora, bolsa de experiencia, asesoría o hasta tierra de asilo y reposo para ex presidentes, pero aquella metáfora de Obras Públicas de España como puente entre América y Europa, es un espejismo que ofende a ciudadanías mayores de edad que encontrarán puentes donde les dé la gana, de París a Roma, Londres a Estocolmo, y que se surtirán en cada caso donde mejor convenga.

En el asunto de la inmigración sí que cabe, en cambio, la adopción de una política activa. Nuestro país necesitará durante bastantes años mano de obra -ni barata, ni cara, sino adecuada- y en ningún lugar del mundo la encontrará tan apropiadamente fabricada como en América Latina. Al igual que EE UU, en su era poblacionista, favorecía la emigración europea, o Gran Bretaña que tenía una política de circulación imperial para la Commonwealth, a España le conviene recuperar una fuerza de trabajo que tanto contribuyó a crear.

Una inmigración con garantías sería como una pensión contributiva al desarrollo de América Latina, gracias a las remesas de los trabajadores a los países de origen, así como, por efecto de la masa de los mismos que se quedara en España, daría lugar a una gradual transformación étnica del país, dentro de una idea extensiva de nacionalidad; la lengua es la sangre del espíritu, como dijo Unamuno, y de algo debería servirle eso a sus antiguas colonias.

Esos inmigrantes, que no por casualidad son en su inmensa mayoría de otro tono de piel que el ibérico-mediterráneo, abastecerían de una estupenda política exterior a este antiguo país, de suyo tan surtido ya de nacionalidades. Una España, así teñida de americanidad, hablaría de la manera más convincente a la América andina, de donde procede el grueso de esa inmigración, cuyas naciones se reinventan duramente a su vez en este comienzo del siglo XXI. Y una eficaz política de cuotas sería la contribución que aquellas Indias querrían hoy de España, convertida, así, en inversora, asesora, benefactora y beneficiada como consecuencia de lo que se ha dado en llamar Descubrimiento, Conquista, Encuentro, Exterminio o Expolio. Una operación de la que al cabo de cinco siglos retirarían dividendos las dos partes, y en la que España sí que llegaría a ser de verdad una gran Nación de Naciones.

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