El amor o la guerra
"Pero en un río, ¿no estaba todo ocurriendo a la vez? Un río estaba naciendo y muriendo al mismo tiempo. ¿No seríamos nosotros algo parecido?", se pregunta el narrador en Ángeles del abismo, mientras reflexiona sobre uno de esos sucesos que se repiten siniestramente en la vida. La última obra de Jesús Ferrero es una novela lírica; doblemente lírica. Lo es porque pertenece al género literario que recibe ese nombre, con el que se suele designar a un relato autobiográfico que narra el paso de la adolescencia a la madurez. Y lo es también por hallazgos deslumbrantes, como el de la cita, capaces de reinventar la metáfora del río para el presente. En Ángeles del abismo se reúnen los dos Ferrero, el novelista y el poeta, para dar alguna vuelta de tuerca a las imágenes y los géneros que pueblan el territorio de la literatura. Pero rebobinemos.
ÁNGELES DEL ABISMO
Jesús Ferrero
Siruela. Madrid, 2005
185 páginas. 16,90 euros
Zumárraga, años sesenta. Un joven y sus amigos conocen a Diago, el nuevo profesor de francés del colegio. Todos se inician en la máquina que mueve el mundo, el amor, a manos de este personaje nebuloso y apolíneo, elocuente como Valmont, seductor como Teorema, y siniestro como Querelle, pero sin el fariseísmo del primero, la inocencia del segundo ni la sordidez del último. Todos menos el narrador. Diago hechiza a sus amigos, a Jonás, a Valentín -que tiene mal vino-, a Hans y por fin a Cándido, mientras él se convierte en un confidente ansioso. ¿No se somete a Diago por miedo, soberbia, rechazo moral o porque simplemente preferiría iniciarse en el amor probando otros frutos?
El ideal griego de philía
equilibrada entre el maestro y los efebos se encarna en estas relaciones, mezclándose con el canto de sirenas del monte, del río, del hayedo y de los helechos euskaldunes, y su estremecedor sentimiento trágico unamuniano. El cóctel, no podía ser de otro modo, acaba en desgracia cuando el mal vino provoca un accidente mortal. Aquí es donde la novela alcanza su momento de máxima tensión. La lucha de Diago y el joven narrador proporciona a éste un aprendizaje similar al que han obtenido sus amigos -el del "conócete a ti mismo" délfico-, pero a través de la guerra y no del amor.
Al final, la vuelta de tuerca no radica únicamente en que el protagonista de esta alucinante novela no sea el narrador, sino este Diago meridiano y oscuro, un hombre nietzscheano, que sabe seguir su camino sin andarse con contemplaciones ni mirar hacia atrás; la vuelta de tuerca hay que buscarla también en el joven que tendrá que negociar sus recuerdos. Son dos modelos éticos diferentes. El del profesor deslumbra de un fogonazo; el del alumno brilla más constante. El del segundo logra reincorporar el pasado y rendirle el homenaje que, a su juicio, merece, asumiéndolo como experiencia que ha marcado su vida y renovándolo en un rito amatorio que se presume durará. Pero el giro más brusco tal vez esté en la sospecha de que el narrador envidia, desde el presente, aquel fuego fugaz que vio en su maestro, pese a su mansedumbre y humildad aparentes. Una novela de las que queman, como alguna poesía.
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