Perdido en Islandia
Fui a Islandia con la idea de conjurar el miedo a la tristeza inminente del otoño y sus mañanas de luz hosca y sus tardes que se acortan angustiosamente. Por supuesto, casi todo lo que sabía de Islandia lo sabía por Julio Verne, que viajó con la imaginación a aquel confín del mundo habitado para narrar el viaje al centro de la Tierra del profesor Otto Lindembrock y su intrépido sobrino Axel, que se hundieron en el cráter del volcán Sneffels y al cabo de muchos días inciertos reaparecieron en la isla de Strómboli, en Sicilia, lejos de la brumosa y helada aridez de Islandia. Sabía o creía saber por Verne que el aspecto de Reikiavik, la capital, y sus alrededores era singularmente triste, y recordaba al joven Axel paseando por aquel lugar sin árboles ni vegetación ni más edificaciones que cabañas de barro y turba, ni más habitantes que mujeres de cara triste y resignada y hombres robustos y pesados e igualmente tristes, "una especie de alemanes rubios de mirada pensativa, que se sienten algo marginados de la humanidad, pobres exiliados relegados a esta tierra de hielo, de quienes la naturaleza debió de hacer esquimales, puesto que los condenaba a vivir en el límite del círculo polar". Sabía esto, pero también sabía -y no por Verne- que Islandia es el único país del mundo sin ejército ni marina ni desempleo, un país donde el vicio nacional es la lectura, con uno de los niveles de instrucción más elevados del mundo y donde hace más de mil años, cuando fundaron el parlamento más antiguo del que hay noticia, decidieron que, en vez de dirimir sus diferencias a guantazos, lo harían mediante el diálogo, un instrumento menos expeditivo, pero algo más civilizado; así que me dije que un país que tenía todas esas cosas no podía ser del todo malo, sino más bien un antídoto seguro contra la larguísima tristeza del otoño. También me dije que todo el mundo sabe que Verne apenas viajó, y que su sombría Islandia es tan imaginaria como el profesor Lindembrock y su sobrino Axel.
Apenas aterricé en el aeropuerto de Keflavik comprendí que esto último era verdad. Aunque no del todo. Es verdad que los islandeses son hombres robustos y pesados como alemanes rubios de mirada pensativa, pero no que sean tristes; las islandesas tampoco lo son. Al contrario: unos y otras irradiaban, en el final del verano polar, una alegría y una vitalidad desenfrenadas, y una avidez explosiva de comida, bebida y conversación, como si estuvieran haciendo acopio de reservas para afrontar con valentía la tristeza de las noches casi eternas del invierno islandés. Es verdad que el país es helado y árido, aunque no brumoso, y que casi carece árboles, pero también es verdad que, cuando uno se adentra en su territorio inmenso, deshabitado y silencioso, y se empapa de su paisaje de rocas volcánicas, prados verdísimos y cielos de un azul imposible bajo los que brotan cráteres de volcanes apagados y cataratas descomunales y bruscos géiseres y rebaños de caballos enanos y extrañas ovejas lanudas, uno tiene la impresión de haberse perdido en una alucinación o una pesadilla primigenia y benigna. Por lo demás, Reikiavik es una mínima y hermosa capital, y los políticos que gobiernan la isla, gente tan grata que ni siquiera interrumpen las fiestas para soltar discursos. Fue uno de ellos quien una tarde, durante un cóctel, me contó la leyenda de los Escondidos. Según ella, Adán y Eva tuvieron muchos hijos, y un día Dios le pidió a la pareja que se los mostrara, pero a Eva, que no daba abasto con las tareas de la casa, le dio mucha vergüenza mostrarle a sus hijos sucios, y sólo le mostró a los limpios. Entonces Dios la castigó, obligándola a que los hijos que no le había mostrado permaneciesen para siempre escondidos. Así siguen: viven aquí, entre nosotros, pero nadie los ve o sólo se los ve muy de vez en cuando y por error, como si fueran una humanidad paralela a la nuestra, oculta y armoniosa, de forma que cuando algún viajero desaparece en la inmensidad desierta de Islandia -lo que no es infrecuente-, los islandeses aseguran que está felizmente viviendo con los Escondidos.
Esa misma noche, tras el cóctel, les conté la leyenda a Siri Husvedt y Paul Auster, una pareja de novelistas tan guapos que no parecen novelistas. Les gustó. Nos hicimos amigos. Lo celebramos con la cena más larga, más cara y más chiflada que recuerdo. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos con una resaca de pronóstico reservado, Auster me cantó una canción popular norteamericana, una canción de bebedor con resaca que, en traducción libre, dice así: "Enfermo, sobrio y lamentándote / Arruinado, estragado y triste / Pero piensa en lo feliz que fuiste". Días después llegué a casa con la misma sensación que si hubiera viajado desde Islandia hasta Sicilia por debajo de la tierra, dispuesto a afrontar con la intrepidez y el coraje del profesor Lindembrok y su sobrino Axel la tristeza inacabable y gris y angustiosa del otoño. Llegué diciéndome que, si algún día desaparezco -lo que no es imposible-, que no me busquen en Islandia, porque allí estaré, perdido y feliz y en armonía con los Escondidos. Llegué pensando que llegaba sobrio, arruinado y triste. Llegué pensando: "Pero piensa en lo feliz que fuiste".
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