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Columna
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El modelo alemán

Es bien conocida la influencia que ha tenido el Estado federal alemán en la Constitución española. El Estado de las autonomías en parte se ha inspirado en el modelo alemán, y nada tiene de extraño que Pascual Maragall propugne el Estado federal como el más adecuado a la realidad plurinacional de España. Si, por un lado, asombra que se reproche al presidente de la Generalitat que proponga un modelo de Estado, como si cualquier español no tuviera derecho a pensar el futuro que quiere para España, sobre todo cuando esta propuesta nos aleja de cualquier forma de separatismo, por otro, se entiende muy bien la polémica originada, ya que el Estado federal, desde el alemán al estadounidense, precisa de una idea fuerte de nación que articule a los distintos Estados que integran la federación. En cambio, la confluencia de varias naciones -"nación de naciones" es un concepto contradictorio, difícilmente digerible- se corresponde más bien con una confederación, tal como fue el Imperio Austro-húngaro, y cuyo destino es bien conocido. Cabe la pertenencia a distintas entidades políticas, el municipio, el Estado federado, la federación, la Unión Europea, pero el concepto de nación tiene connotaciones emocionales y culturales que hace muy difícil pertenecer a dos a la vez.

Pese a que un Estado federal, desde el principio de la igualdad de los Estados federados, impulse una fuerza centrípeta integradora que se echa de menos en el Estado de las autonomías, algunos de los que hoy se oponen con más tesón a la federalización acuden al libro del periodista Thomas Darnstädt, La trampa del consenso, recientemente traducido al español, para argüir que el Estado federal sería la causa principal de la profunda crisis de Alemania. Siempre a destiempo, cuando ha fracasado el modelo alemán, en España se pretende un Estado federal semejante.

El que el Estado federal alemán, como tantas otras instituciones, necesite de correctivos es algo que nadie discute, y hace tiempo que se ha empezado la tarea de su reparación. La vida va siempre por delante del derecho, y la rápida aceleración que caracteriza a nuestra época convierte a las leyes, incluidas las constituciones, en objeto permanente de renovación. La trampa del consenso es un alegato por una reforma del Estado federal que supone, y es lo grave, una merma sustancial de la democracia, con el fin de que resulte asequible el objetivo de desmontar el Estado de bienestar, que el libro no menciona, pero que está en la base de todas las dificultades y conflictos. La crisis consiste, en último término, en que mientras se mantengan las instituciones democráticas resulta muy difícil despojar a los de abajo de los derechos adquiridos.

Uno de los elementos constitutivos de la democracia es la división de poderes, no sólo en cuanto a sus funciones, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, sino también territorial, poder de los municipios, de los Estados federados y de la federación. En un momento en que la tendencia es a que prevalezca la concentración del poder a costa de la democracia, Darnstädt considera el punto débil que hay que corregir la fragmentación de los poderes que obliga a negociar a todos con todos para llegar a acuerdos. La "trampa del consenso" consiste así en que poderes tan fragmentados nada pueden decidir por sí mismos, obligados a llegar a un acuerdo difícil y de mínimos con los otros poderes, pero sí vetar cualquier decisión que propongan los demás. La primera virtud de la democracia, dirimir los conflictos por la vía negociadora, logrando un consenso que exige a las partes renunciar a los máximos, desembocaría en una parálisis general, como la que padece hoy Alemania. La solución, establecer en todos los ámbitos el principio de mayorías claras que permita tomar decisiones, sin tener en cuenta las minorías sociales y territoriales. El principio de las mayorías recupera la capacidad de decisión de los poderes establecidos, pero al precio de someter a las minorías, lo que origina, a la vez que grandes tensiones y no pocos conflictos, el que se den saltos bruscos desde una posición a la contraria. El consenso, lejos de ser una trampa, es un elemento fundamental de una democracia que marcha a paso lento, pero seguro.

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