Corrupción
Una de las virtudes más sólidas de los políticos corruptos es su capacidad de resistencia ante lo evidente: los pillan con las manos en la masa -o con la masa en las manos- y niegan las manos y la masa. Una buena lección, sin duda, de cómo debemos tratar a la realidad en el preciso instante en que la realidad se ponga impertinente.
Creo que todos estaremos de acuerdo en que a nadie le gusta ser un político corrupto. A nadie. Nadie, en la flor de la edad y de las ilusiones, proclama: "Mi meta en la vida consiste en llegar a convertirme en un gran político corrupto", porque eso sería como aspirar a convertirse en el Hombre Lobo o en Fu Manchú, y las aspiraciones humanas suelen tener un vuelo más angelical y más heroico: todos entretenemos la quimera de ser el tipo que liquida al licántropo asesino con una bala de plata o el que frustra los planes aniquiladores del canalla asiático. Entre ser el honrado concejal de Alcantarillado y Fosas Sépticas de una aldea y ser ministro corrupto, todos nos decidiríamos con firmeza y con golpes de pecho por la primera de las dos opciones, aunque luego el curso de la vida modifique la opción y podamos llegar a convertirnos en concejal corrupto de Alcantarillado y Fosas Sépticas, porque con la conciencia nunca se sabe, y con las alcantarillas mucho menos.
En el fondo del fondo, los políticos corruptos deben de pasarlo mal, porque resulta duro levantarse por la mañana, mirarse en el espejo y decirse: "Ea, a ver si hoy nos corrompemos mejor que ayer". Y luego padecer la incomprensión de todos, porque la corrupción tiene mala prensa. Existen muchos prejuicios en torno a la corrupción. Y mucho desconocimiento. Y mucha hipocresía, hasta el punto de que nadie puede llegar por la noche a casa, cansado de corromperse, y decirle con orgullo a la familia: "Hoy vengo deslomado de tanto corromperme por vosotros". Porque eso es lo malo que tiene la corrupción: que está obligada a ser secreta, que no puedes compartir la gloria de tu corrupción ni con tus íntimos, que te pasas la vida corrompiéndote sin poder alardear de ser un corrupto magistral. El político corrupto sabe mucho, en fin, de soledades.
Lo que no parece comprender la gente es que el político corrupto, al ser aventurero, está expuesto a muchos peligros. No ya sólo al peligro de que lo pillen, que eso es a fin de cuentas lo de menos, sino al de la manipulación por parte de la prensa, por ejemplo, que puede cebarse con él y ocasionar un daño irreparable al buen nombre de su familia. Y eso no. El buen nombre de la familia no. Que uno ha estado corrompiéndose precisamente para que la familia tenga un buen nombre. En ese punto, el político corrupto se muestra intransigente, y hace bien.
Se mete uno en política por pura filantropía, por ganas de luchar por el bien común y toda esa serenata, pero luego aparecen los encantadores, los ilusionistas corruptores que te abren un maletín y te muestran una nueva forma de vida, un futuro menos incierto, un sueño palpable, un espejismo de redención personal y un chalet. Y ya estás perdido, camarada. Porque ni siquiera puedes contarlo, y eso es el colmo de los colmos.
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