Pértigas de esperanza
Ni tres, ni seis (Sergei Bubka, récord mundial de salto de pértiga, logró la marca de 6,15 m.), quizás sean doce los metros de altura necesarios para asegurarnos que los subsaharianos que intenten traspasar la valla que rodea a Ceuta y Melilla (adelantadas, una vez más, de la Europa que se siente amenazada) perezcan al lanzarse desde esa altura y no haga falta correrlos por las calles de las dos ciudades o utilizar medios represivos que pudieran causarles lesiones que reprochar luego a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. O que cargar en el haber de los mejaznis marroquíes encargados de la vigilancia de su frontera. Ésta parece ser la lógica que preside el tratamiento de este inmenso drama, mostrando que no se nos ocurre otra salida que cerrar los ojos, impotentes ante la certeza de que detrás de los que llegaron vendrán otros y el cinismo de que quizás desistan ante la altura de ese muro vergonzoso que hemos establecido entre el bienestar y la miseria. Allá nuestros vecinos con los que no puedan pasar: "Es su problema", parecen decir buena parte de los que escriben estos días en los periódicos.
Cierto que quienes recorren tres mil, cinco mil kilómetros, para llegar a las puertas de la esperanza no se arredrarán ante la altura que hayamos impuesto a nuestra valla e imaginarán otros métodos para perforarla -de los que el cine de Sturges, Becker o Huston nos ilustró tan bien- y lograr así evadirse de la prisión del subdesarrollo. Sólo que si nos identificábamos con aquellos evadidos cinematográficos, convertidos en héroes, nos cuesta ahora hacerlo con cuantos "han decidido que les guíen los zapatos" hasta llegar a esa Europa convertida en jaula, como dijera Joan Barril en la letra de una hermosa canción de Serrat que abría la película Un submarino en los manteles.
Tras los asaltos de los últimos días en Melilla y Ceuta se han levantado voces que reclaman reconsiderar la política de inmigración y, sobre todo, que se ejerza presión sobre Marruecos para que nos proteja de este incómodo problema. Algunos llegan hasta acusar a nuestro vecino de practicar una política sibilina de convertir la inmigración en "munición humana" contra nuestra fortaleza debilitada. Pero no dejan claro qué quieren que haga Marruecos, si detenerlos para expulsarlos, lo que no sabemos (o no nos atrevemos) hacer nosotros, si dispararles si insisten en su empeño, si concentrarlos en campos financiados por ellos mismos o por la Unión Europea en espera de una deportación imposible. O que se los quiten de encima arrojándolos en la tierra de nadie que los separa de la Argelia por la que vinieron. Otros, que no miran más allá de la valla, pues su horizonte se reduce a nuestras cuatro paredes, exigen del Gobierno endurecer la política social hacia los inmigrantes para lanzar un signo a los candidatos a la emigración de que no va a ser todo el monte orégano.
Lo que pocos hacen es ponerse a imaginar si en nuestras manos podría haber otras soluciones (o medio soluciones) distintas a militarizar esos perímetros fronterizos y que costaran menos que la condena irremisible a la desesperanza a quienes quieren huir de unas condiciones de vida indignas del ser humano y de las que no son individualmente responsables.
Desde hace años, algunos estudiosos del fenómeno migratorio han demostrado que la gran aceleración de las migraciones en Europa se produjo a partir del cierre de fronteras decidido por los países europeos en 1973-74 ante la amenaza de la crisis económica y la impopularidad de un fenómeno que estaba generando racismo. Cierre que produjo justo lo contrario de lo que pretendió. Catherine Wihtol de Wenden ha mostrado que a mayor reforzamiento de fronteras corresponde una mayor presión migratoria y que aquel cierre produjo una sedentarización de un movimiento que hasta entonces era dominante de gastarbeiter (trabajadores huéspedes, como se les denominaba en Alemania), una inmigración temporal que se beneficiaba de unas fronteras fluidas que permitían mantener a las familias en el país de origen. Pese al cierre, algunos colectivos como el marroquí optaron por una estrategia de familiarización y crecieron en Francia entre 1975 y 1982 de 260.025 personas a 431.120. Podríamos preguntarnos si lo que ocurrió en nuestro país con el establecimiento del visado en 1991 no produjo también una sedentarización parecida y un crecimiento mucho más espectacular de la inmigración. Los 70.000 marroquíes, legales e ilegales que había en nuestro país en 1991 se han convertido, en menos de 15 años, en medio millón. Nos deberíamos preguntar si ese crecimiento es o no hijo de una lógica que, al dejar atrapado dentro de nuestras fronteras al que ha logrado penetrarlas clandestinamente, no le queda otra alternativa que atraer hacia él a quienes dejó lejos, y si una política más flexible de fronteras hubiera engendrado tal obsesión migratoria.
En junio pasado tuvo lugar en Sevilla un coloquio sobre las nuevas movilidades humanas que plantean las migraciones actuales, organizado por Sami Naïr, en el que se abordó la necesidad de políticas nuevas más eficaces que la del cerrojo, que se ha revelado inútil. Se habla mucho de regulación de los flujos, pero regular no es dejarlos en la anarquía total en que hoy se mueven, a merced de traficantes y de la obsesión, que se incuba en todas las sociedades pauperizadas, de que no hay otra salida que Europa. La idea de crear Estados tapón para que frenen la inmigración que nuestras opiniones públicas rechazan -pero nuestras economías desreguladas necesitan-, Estados a los que ni siquiera se les ofrecen compensaciones por ello, no sólo se ha revelado inútil, sino que está sometiendo a sus sociedades a un ciclo perverso en el que empieza a pulular el racismo. Recientemente la publicación por un periódico del norte de Marruecos de un artículo en primera plana titulado "Langostas negras invaden el norte de Marruecos" ha provocado una ola de rechazo en medios asociativos y políticos de aquel país, pero revela un estado de opinión preocupante en una población ya de por sí vulnerable.
Es el momento de empezar a reflexionar en sustituir las políticas fracasadas por otras. El inmigrante que llega a un país donde no hay trabajo no se queda esperando eternamente ni una regularización ni viviendo de la mendicidad. Turna, se mueve, con esa movilidad que caracteriza a las migraciones contemporáneas, hasta que encuentra condiciones mejores o retorna a su país en espera de mejor información de adónde ir. Aunque para ello ha de poder salir. Si por el contrario encuentra trabajo, será que hay una economía que lo necesita.Una puerta abierta lo es en los dos sentidos. Para entrar con esperanza y marcharse sin ella. Una puerta cerrada es una trampa. Y quien cae dentro, por la obsesión de que dentro está el paraíso, se encuentra atrapado en una espiral que no tiene otra salida que esperar el salvoconducto que son los papeles. Habrá que encontrar otras fórmulas -el visado temporal para búsqueda de trabajo del que hablan algunos empresarios, tal vez- menos costosas en vidas humanas y quién sabe si también en dispositivos de seguridad que no tienen sólo un enorme coste económico sino sobre todo ese coste de imagen de hacer de Europa una tierra egoísta, insolidaria y miedosa.
Para colmo de males, los últimos ejemplos de la presión migratoria se producen en las dos ciudades de Ceuta y Melilla y en un momento en que sus representantes habían quedado fuera de la reunión de alto nivel entre España y Marruecos. Las relaciones entre los dos países no pueden estar a expensas de actitudes de avestruz: los marroquíes, por su parte, negándose a reconocer que lindan hoy por hoy con esas ciudades que tienen algo que decir sobre su porvenir; y los españoles, por la suya, negándose a hablar del futuro de esas ciudades que dependen tanto del devenir de la relación euromediterránea y que tanto van a cambiar con la futura creación de una zona de libre cambio. Entre tanto, ese muro real se ha cobrado nuevas vidas mientras todos escondemos la cabeza debajo de nuestras alas.
Bernabé López García es catedrático de Historia del Islam contemporáneo en la Universidad Autónoma de Madrid.
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