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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

Turquía pide paso

Mañana comienzan las conversaciones para su adhesión a la Unión Europea. Una posibilidad que divide a los Gobiernos de la UE entre los partidarios de esa integración y los temerosos del fenómeno islámico. En Turquía, todos ven su futuro a nuestro lado.

El año pasado, antes de que Josef Ratzinger se convirtiera en Benedicto XVI, declaró a un periódico francés que sería un error admitir a Turquía en la UE. Las diferencias culturales, dijo, eran demasiado grandes. Equiparar a Turquía con Europa "sería una equivocación". Turquía tenía que estar en una organización de países islámicos.

El Papa quizá revisaría su opinión si saliera una tarde de verano a dar un paseo por la calle peatonal más bulliciosa del centro de Estambul, Istiklal Caddesi (la calle de la Libertad). Lo que debería hacer -con la tranquilidad de saber que el 99% de los turcos son musulmanes y pocos le reconocerían- es fijarse bien en las mujeres. Tal vez, si paseara durante una hora, vería a una o dos con el rostro cubierto, vestidas de negro de arriba abajo; pero vería más paseando por Piccadilly en Londres. Yo vi a unas cuantas mujeres tocadas con pañuelo, pero no muchas más de las que se verían en Zaragoza o en Roma. La mayoría de ellas llevaban vaqueros y camisetas, y la cabeza descubierta. Entre las más jóvenes, labios pintados y ombligos al aire con un descaro al que Benedicto XVI no ha tenido más remedio que acostumbrarse, pero ante el que los defensores de la fe en lugares como Riad y Teherán podrían sentirse horrorizados.

En los locales nocturnos más calientes, mujeres con el cabello azul fuman y beben mojitos
El Gobierno de Erdogan ha abolido la pena de muerte, la tortura y reforzado el poder civil
Los altavoces llaman a la oración mientras un camarero sirve cerveza en bandeja de plata
Turquía no se puede reducir a una clara definición cultural. Hay demasiada historia para eso
Para un imán, "la UE sería beneficiosa para la región, la democracia y el islam"

Pero eso no sería lo peor para el pobre mulá incauto que fuera a la gran ciudad del Bósforo, con sus 15 millones de habitantes, atraído por la noción papal de que éste es un bastión del islam profundo. Sucintos trajes de verano en los escaparates de Diesel y Benetton, enormes carteles con mujeres en biquini, fotografías a tamaño natural de piernas y traseros femeninos para anunciar cremas anticelulíticas: Estambul no será la Costa del Sol, pero tampoco queda tan lejos. Un cartel en la entrada del mayor cine de Istiklal Caddesi tenía la imagen de un hombre en calzoncillos, en un dormitorio y con una videocámara en la mano, filmando a una mujer que le miraba, claramente desnuda aunque cubierta por las sábanas. La película se anunciaba con el título de Büyuk yonctmen (El gran director), y estaba protagonizada por Javier Cámara y Candela Peña. Era la española Torremolinos 73, una comedia sobre un hombre que rueda cine porno de aficionado.

La distancia cultural se agrandaría aún más para el devoto visitante de los países musulmanes si entrase en un bar o un restaurante -donde el vino y la cerveza son tan corrientes como el kebab de cordero-, o en uno de los locales nocturnos más calientes, como Babylon, en el que hay jazz y rock alternativo e invitan a grupos procedentes de Londres y Río de Janeiro. Hombres con cola de caballo que beben cerveza en botella, mujeres con el cabello azul que fuman cigarrillos y beben mojitos. En cuanto a los bares gay de la misma calle, sería terrible imaginar la apoplejía que le provocarían a un fiel discípulo del Profeta recién llegado de tierras árabes…

Esto no quiere decir que un visitante musulmán de profundas convicciones religiosas se encontrase totalmente fuera de su elemento en Estambul. Las mezquitas llenan el perfil de la ciudad como champiñones gigantes. Hay grandes sectores de la ciudad en los que el espíritu dominante es menos laico que en la zona de la calle de la Libertad, en los que la gente observa el ritual de las cinco oraciones diarias, y las mujeres, con el atuendo islámico conservador, son la mayoría. Ahora, para sentirse más a gusto, mejor sería que el musulmán devoto saliera de Estambul y se dirigiese hacia el este, tal vez a Konya, la ciudad más sagrada de toda Turquía. Aunque también aquí podría sorprenderse. Nilufer Narli, socióloga y decana de la Facultad de Comunicación en la Universidad Kadir Has de Estambul, me contaba que, en un reciente sondeo realizado en Konya, sólo el 70% de los habitantes se consideraban religiosos. Narli -vestida como una parisiense, con un traje de color melocotón, zapatos de tacón y un collar de perlas trenzadas- decía que se había preguntado a los residentes de Konya si, en el caso de que en sus televisores aparecieran imágenes eróticas, cambiarían de canal. Sólo había dicho que sí el 9%.

Entonces, si extrapolamos estas cifras, obtenidas en el corazón islámico de Turquía, ¿se podría cuantificar la devoción religiosa en el ámbito nacional? "Bueno", contesta Narli, "existen muchos musulmanes culturales que creen, pero no practican. Se cree que el 50% acude a las oraciones de los viernes, aunque, claro, para muchos es una costumbre social". O como decía The Economist, "la realidad es que la gran mayoría de los turcos practica su religión con el mismo automatismo que los cristianos en Europa Occidental".

"No podemos resistirnos a la modernización", explica Narli, en cuya universidad todos los estudiantes (vi al menos a un centenar en los bares y restaurantes del campus) parecían intercambiables, por su aspecto y su forma de vestir, con sus homólogos de una universidad española. "Las expectativas de la gente son muy superiores. Lo que nos asalta todo el día, desde la televisión y las vallas publicitarias, no son imágenes de señoras con pañuelo, sino de jóvenes de ambos sexos bailando en vaqueros". Por supuesto, esas imágenes tienen resonancia, porque, en caso contrario, los sociólogos más astutos que existen, que son los publicitarios, no las usarían. Narli subrayaba también que hace 15 años, cuando empezaron a surgir en Turquía los primeros canales de televisión abiertamente religiosos, todas las presentadoras llevaban pañuelo. "Hoy, en esas mismas cadenas no se ve un pañuelo. Las presentadoras no sólo llevan atuendo moderno, siempre tienen aspecto occidental y son inevitablemente rubias".

Seguramente esta noticia pillaría por sorpresa a Ratzinger, pero de lo que no cabe duda es que el prejuicio que manifestó el año pasado, esa idea de que los turcos permanecen culturalmente atrapados en la Edad Media mahometana, es compartido por muchos europeos occidentales. El acuerdo alcanzado el pasado mes de diciembre por los líderes europeos para iniciar las negociaciones formales sobre la entrada de Turquía en la Unión Europea este mes de octubre se recibió con júbilo en las calles de Estambul y Ankara, pero la reacción en París y Amsterdam no fue -como hemos podido comprobar ahora- precisamente de alegría. La sombra de Turquía, una sombra enorme porque el país tiene una población de 70 millones de habitantes y ocupa un área superior a la de España e Italia juntas, influyó en el no de los referendos francés y holandés sobre la Constitución europea. En ambos países, los políticos han dicho lo que piensan sobre Turquía con tanta franqueza como el Papa. Valéry Giscard d'Estaing, ex presidente francés, dijo que se oponía a la integración de Turquía porque es un país que tiene "una cultura diferente, un punto de vista diferente, una forma de vida diferente". Si Turquía entrase en la UE, afirmó Giscard, significaría el fin de Europa. En cuanto a Frits Bolkestein, comisario europeo de origen holandés, declaró que la defensa de Viena contra el asedio de las tropas turcas del Imperio Otomano, en 1683, no valdría de nada si se permitiese que Turquía entrara en la UE.

Pero la responsabilidad de que estos prejuicios tan negativos estén arraigados en la mente europea no corresponde sólo a las viejas concepciones de Turquía como un país distante y hostil (el Papa dijo que Turquía estaba "en permanente contraposición con Europa"), ni tampoco a las imágenes de los turcos como pueblo congénitamente cruel en películas como El expreso de medianoche y Lawrence de Arabia. El 75% de los turcos que dicen estar a favor de la entrada en la UE no se hicieron ningún favor a sí mismos -por lo menos, a primera vista- en las elecciones generales de 2002, cuando, apenas un año después de la destrucción del World Trade Center neoyorquino, escogieron al partido político más abiertamente islamista de Turquía. El devoto líder del todavía gobernante Partido Justicia y Desarrollo (AKP), Recep Tayyip Erdogan, había dado motivos para creer que pertenecía a la temible rama fundamentalista del islam político, sobre todo cuando, en 1997, recitó un poema que incluía estos versos: "Las mezquitas son nuestros cuarteles; / las cúpulas, nuestros cascos; / los minaretes, nuestras bayonetas, / y los creyentes, nuestros soldados". La pasión constitucional de Turquía por el secularismo es tal que un tribunal le halló culpable de utilizar lenguaje inflamatorio y ordenó su prisión. Hoy, desde marzo de 2003, Erdogan es primer ministro, el hombre más poderoso del país.

Lo que ha ocurrido en los últimos dos años y medio es extraordinario y da mucho que pensar a quienes proponen que el islam y la democracia liberal occidental son incompatibles.

Movido por el deseo de no abrir una brecha entre Occidente y Turquía, sino de hacer todo lo posible para crear las condiciones que permitan la entrada de su país en Europa, el Gobierno de Erdogan ha abolido la pena de muerte; ha eliminado la práctica de la tortura por parte de la policía y el ejército, que antes era sistemática, y ha reforzado considerablemente el poder civil sobre un ejército históricamente propenso a pasearse por el escenario político. Mientras tanto, la economía ha registrado un crecimiento espectacular (9% el año pasado), las exportaciones se han duplicado (de 36.000 millones de dólares anuales en 2002 a 63.000 millones en la actualidad) y la hiperinflación -una enfermedad enconada desde hacía décadas- ha desaparecido.

Es de conocimiento general que Erdogan desearía abolir algunas de las leyes que, a su juicio, limitan la libertad de expresión religiosa. Tal vez Giscard d'Estaing no sea consciente de ello, pero llevar pañuelo es tan ilegal en los colegios turcos como en los franceses, salvo que no es tan polémico. Tampoco se permite a las funcionarias públicas que lleven pañuelo dentro de los edificios oficiales. Es el legado inquebrantable del gigante de la política turca en el siglo XX y fundador del Estado turco moderno, el general Mustafá Kemal, más conocido como Ataturk, "el padre de los turcos". Ataturk, obsesionado por convertir Turquía en una nación europea, abolió el califato y declaró la república laica en 1923, sustituyó las leyes islámicas por leyes civiles adoptadas de Europa, rechazó el atuendo religioso e introdujo el abecedario latino. En 1935, su autoridad y su celo secularizador habían alcanzado tal extremo que convirtió la mezquita de Ayasofía, el monumento más emblemático de Estambul, en un museo. En honor del pasado cristiano del sagrado edificio -fue construido por el emperador Justiniano en el siglo VI-, decretó que los musulmanes dejaran de rendir culto en él. Así lo hicieron, y todavía no han regresado.

Erdogan, que tiene fama de ser un hombre extremadamente seguro de sí mismo, podría desear que lo hagan, pero no lo hará, porque, por muy capaz y carismático que sea, si hay algo que no puede hacer es librarse de la sombra del "líder inmortal". "Se dio cuenta rápidamente", explica un veterano diplomático europeo en Ankara, "de que, en un país inmerso en la tradición y los valores de Ataturk, un partido islamista sólo podía ejercer eficazmente el gobierno si no hacía muy visible su islamismo ni se proponía fines islamistas". ¿Es posible que haya fines ocultos? Pocos observadores serios lo creen. "Lo curioso de Erdogan", continúa el diplomático europeo, que conoce personalmente al primer ministro, "es que está básicamente a gusto con la separación de Iglesia y Estado. No ve nada de incompatible entre un sistema político laico y su fe personal, siempre que se respeten los derechos individuales de cada musulmán". El diplomático contaba que, de vez en cuando, tantea a las esposas de algunos ministros de Erdogan, que llevan pañuelo, y les pregunta si serían secretamente partidarias de una república islamista. "Me miran como si estuviera loco. Me dicen: ¿cómo?, ¿cree que queremos que nos prohíban votar y conducir un coche?".

Pensé en lo que decían esas mujeres mientras cruzaba el puente de Ataturk hacia el Sultanahmet, el corazón histórico de Estambul. A mitad del puente, entre la multitud que se movía, destacaban dos personas que andaban deprisa y discutían animadamente; iban vestidas de blanco, en el uniforme de la Marina turca. Eran oficiales. Cuando me acerqué vi que uno era un hombre y el otro una mujer.

Lo que revela una visita a un Sultanahmet saturado de turistas es que, a pesar de ser una ciudad tan europea en muchos aspectos, ni Estambul ni Turquía en general se pueden reducir a una clara definición cultural. Hay demasiada historia para eso. Las influencias son demasiado variadas. Cuando Napoleón dijo, según se le atribuye, que si hubiera un solo Estado en la tierra Estambul sería su capital, no lo hizo por meras razones geográficas. El templo de Ayasofía, símbolo del crisol turco, tiene en sus paredes mosaicos en los que aparecen emperadores romanos y la Virgen María, pero también letras doradas en relieve que presentan fragmentos del Corán. Durante los mil años en los que Estambul se llamó Constantinopla, los romanos, los griegos y los venecianos se alternaron en el poder. La ciudad cayó en 1453 en manos de los turcos otomanos, un pueblo cuyas raíces procedían de Mongolia y cuya civilización estaba inspirada en las culturas árabe y persa del islam medieval; los soldados turcos defendieron y propagaron la fe con más firmeza que ningún otro pueblo musulmán. Hoy, la cultura occidental está en pleno contraataque. Los altavoces llaman a la oración desde los minaretes del Sultanahmet, pero los camareros vestidos con camisas de flores que sirven cervezas sobre bandejas de plata a los turistas alemanes y británicos en los bares de los alrededores los ignoran, o seguramente ya ni los oyen. Delante de la mezquita de Sultanhamet, tan exageradamente grande como la de Ayasofía y con unos mosaicos otomanos más elaborados, hay otros altavoces, pero en esta ocasión pertenecen a unos manifestantes de izquierdas que exigen más reconocimiento para los sindicatos. Un moderno tranvía se desliza por el centro de la calle que va hasta el Gran Bazar, un antiguo laberinto en el que se vende todo lo imaginable, desde alfombras, joyas, lámparas de Aladino, especias y jabones hasta uniformes de camuflaje, carteles de Marilyn Monroe y disfraces de Spiderman. El concepto de centro comercial no es nuevo, evidentemente, pero también se puede ver la variante Dallas si uno se dirige al barrio de Nisantasi, a media hora de taxi, donde la gente conduce coches Mini descapotables y Jaguar, compran en Mango y Valentino, beben capuchinos y comen pasteles en Starbucks climatizados. Cuando se le pregunta a un residente de Nisantasi si quiere entrar en Europa, mira al interlocutor como si estuviera loco, tan confundido como lo haría un peatón al que se le hiciese esa misma pregunta en Bond Street, el paseo de Gracia o la Rue du Faubourg Saint Honoré.

No obstante, si salimos de la élite para la que viajar a París y Londres no tiene ningún misterio, la pregunta sí despierta interés. Está el caso de Alí Kocaefe, que tiene 65 años y vive de transportar a gente en su barca de remos de una orilla a otra del río Haliç. La gente ya no necesita atravesar el río en barca tanto como antes. Hoy día, la travesía es muchas veces una recompensa, un capricho que se concede a los niños musulmanes que se han portado bien, o que, vestidos de traje militar blanco, acaban de celebrar la ceremonia de la circuncisión. Alí es partidario apasionado de la entrada en la UE. "¡Por supuesto que lo queremos, por supuesto!", me decía, con el asentimiento de otros remeros como él, aproximadamente media docena, que nos rodeaban. "Si entramos en la UE tendremos más democracia, más derechos humanos". ¿Y qué significaba eso para él? Alí, que daba vueltas en la mano a un rosario naranja y amarillo mientras hablaba, dijo que para él significaría mucho. "He estado en España, Italia y Francia, y sé que allí la gente tiene más libertad. Quiero que seamos como esos países. Y me gustaría que nos aceptaran entre ellos".

Le pregunté a Alí si el hecho de que no dejara de dar vueltas al rosario mientras hablábamos quería decir que estaba buscando inspiración divina sobre lo que decir. Se lo pregunté con seriedad. Estalló en carcajadas, igual que sus colegas. "¡No!", explicó. "¡Lo hago porque, si no, estaría fumando tres paquetes de cigarrillos al día!".

Soli Ozel, uno de los intelectuales más respetados y conocidos de Turquía, que es judío, empieza su respuesta a la pregunta de si le parecía una buena idea entrar en la UE con casi las mismas palabras que Alí. "Por supuesto, consolidará la democracia y reafirmará una cultura de respeto a los derechos humanos". El mayor obstáculo para que Turquía se incorpore a la UE, decía Ozel, que vivió 14 años en Estados Unidos, es de imagen. "Existe un síndrome de las puertas de Viena; la idea de que Turquía es una amenaza, un lugar demasiado grande, demasiado lleno, demasiado musulmán", explica en su abigarrado despacho de la Universidad de Bilgi. "Los europeos piensan: ¡Dios mío, con el desempleo que tenemos y ahora vienen las hordas turcas! ¡Dios mío, con el problema islámico que tenemos desde el 11-S, y Turquía es islámica! ¡Dios mío, con las dificultades que tenemos para integrar el islam y ahora la Turquía islámica quiere integrarse con nosotros!".

Ozel es un distinguido profesor y columnista turco que cree que el simple hecho de que un europeo visite Turquía garantiza que se volverá más flexible en sus opiniones sobre el país. Un grupo de 20 empresarios franceses que estuvieron hace poco con Ozel ignoraban tantas cosas de Turquía que se quedaron atónitos al descubrir que existía la ceremonia de la circuncisión. Al volver a Francia le escribieron para confesar que su visita y su conversación con él habían cambiado drásticamente sus opiniones sobre Turquía. "Comprendieron, por ejemplo", me contaba Ozel, "que las hordas sólo irán a Europa Occidental si hay puestos de trabajo, y que existen las mismas probabilidades de que los inmigrantes turcos vuelvan a casa, como hicieron en España y Portugal después de su entrada en la UE". Un argumento fundamental de Ozel - y un elemento clave del razonamiento de los Gobiernos que, como el español, el británico y otros, están a favor de la incorporación de Turquía- es que el ejemplo de una Turquía democrática y llena de dinamismo económico sería valioso para el mundo en un momento en el que el mayor interrogante al que se enfrenta Occidente es cómo convivir en paz con el islam. Como dice un embajador europeo que comparte la opinión de Ozel a este respecto: "El hecho de que el resto del mundo islámico vea que un país musulmán puede funcionar en la UE, ser compatible, encontrarse cómodo y ser bien acogido, es muy importante para derribar las barreras entre los musulmanes y los cristianos, y especialmente importante para acabar con la actitud defensiva y las sospechas de los musulmanes respecto a nosotros".

El hecho de que Ozel sea judío -y que, después de 14 años como respetado profesor en Estados Unidos, regresara a vivir a su país- es más elocuente que cualquier cosa que pudiera decir. En la actualidad hay sólo 20.000 judíos en Turquía, pero viven con la misma tranquilidad que en cualquier lugar de Europa. He aquí un extracto de un número reciente de la revista del Congreso Judío Mundial: "El mundo judío tiene desde hace mucho tiempo sentimientos especiales respecto a Turquía… El pueblo judío nunca ha olvidado que Turquía fue un refugio para generaciones sucesivas de judíos, sobre todo los expulsados de España y Portugal. Se dice que, en aquella época, el sultán declaró: 'Me asombra la reputación de astuto del rey español. Al expulsar a los judíos ha empobrecido a su país y ha enriquecido al mío".

La prueba de que el "sentimiento especial" persiste, que los turcos ven a los judíos de distinta manera que los árabes, es la reacción que se produjo cuando Al Qaeda atentó contra dos sinagogas de Estambul, en noviembre de 2003. En los funerales celebrados públicamente por las víctimas había diez veces más musulmanes que judíos. No menos sorprendente es la política de los sucesivos Gobiernos turcos respecto a los israelíes. Aunque existen muchas simpatías por la causa palestina, Turquía fue uno de los primeros países que reconoció el Estado de Israel. El Gobierno de Erdogan no oculta su malestar por ciertas políticas de Ariel Sharon, cuyo problema, según el primer ministro turco, es que "sus acciones están incrementando el antisemitismo en el mundo, y nosotros consideramos el antisemitismo un crimen contra la humanidad". No obstante, pese a los recelos de Erdogan, los ejércitos turco e israelí continúan la tradición de realizar ejercicios conjuntos, el último en 2003. Pero tal vez la mayor prueba de que Turquía es un país con una versión del islam tan moderada como afirman sus dirigentes es que alrededor de 300.000 turistas israelíes visitan el país cada año, un número que sólo superan los procedentes del vecino Irán.

Menos moderado - y este quizá es el indicio más llamativo de que sí existen diferencias culturales importantes entre Turquía y Europa Occidental - es el trato brutal que todavía recibe una alta proporción de mujeres turcas a manos de sus familiares masculinos. Nilufer Narli, que es una experta en el tema, señala, por un lado, que los avances que han registrado muchas mujeres turcas, especialmente en las grandes ciudades, son revolucionarios. Según sondeos realizados entre estudiantes, las mujeres muestran más iniciativa y capacidad de liderazgo que los hombres, y tienden a ser menos religiosas. Pero Narli también quiso que quedara claro que los casos de represión contra las mujeres, alimentada en parte por una mayor inseguridad de los hombres a medida que avanza la modernidad, no son anecdóticos. La ubicuidad del fenómeno denominado "muertes por honor", y la tendencia de los jueces a ser clementes con los hombres que han asesinado a mujeres de su familia "para limpiar el nombre familiar", sirve para corregir la impresión que uno se podría llevar en el centro de Estambul de que la mujer turca ha alcanzado un grado de igualdad escandinavo con los hombres. No pasa prácticamente un día en el que no haya una noticia en los periódicos sobre una mujer a la que ha matado su padre, su marido o su hijo adolescente después de algún rumor -muchas veces no es más que un rumor- de que había tenido una aventura. No llegar virgen al matrimonio puede ser causa no sólo de divorcio instantáneo, sino de muerte, sobre todo en el este del país, donde -como me advertía todo el mundo en Estambul- la gente es mucho más pobre y más conservadora que en la parte occidental y europea.

Estas historias de las muertes por honor, la máxima expresión de actitudes que siguen muy extendidas, no son exageradas, insiste Narli, aunque también aquí se ha avanzado. "La primera diferencia fundamental es que el tema ha dejado de ser tabú. Yo fui una de las primeras en escribir sobre este asunto en los periódicos, hace 10 años, y ahora se habla de ello todo el tiempo". Pero ése no es más que un primer paso, como demuestra el caso de una mujer que, en mayo, se atrevió a aparecer en televisión y denunciar la violencia que ejercían contra ella miembros de su familia. Al volver a casa, su hijo de 14 años, que seguía órdenes de sus mayores, le disparó. No la mató, pero la hirió gravemente.

En Estambul, la gente se consuela con el dato de que la mayoría de las muertes por honor se produce en la parte oriental del país. Cuando se habla del problema en televisión, los refinados habitantes de la parte oeste lo mencionan como si fuera cosa de otro país, que es como se suele pensar sobre la región turca de Anatolia en Estambul y en la capital, Ankara. Hace unos años, un embajador británico solía decir que, de Ankara hacia el oeste, Turquía era Europa; de Ankara hacia el este, era "la Biblia".

Debidamente avisado, subí a un avión para hacer las dos horas de vuelo a la capital de las tierras bíblicas del sureste, Diyarbakir, completamente convencido de que iba a retroceder en el tiempo. Antes de salir tuve la precaución de contratar a una intérprete que iría a esperarme. Se llamaba Fatmah. Esperaba verla con un pañuelo, por lo menos. Me equivoqué. Fatmah era enfermera y estaba haciendo un máster en sociología y antropología. Tenía el pelo de un extravagante color violeta punki que sólo podía haber salido de un frasco. Llevaba vaqueros ajustados -"tengo que perder algo de peso", comentó más de una vez durante los dos días sucesivos- y una camiseta blanca. Me dijo que la razón fundamental por la que hablaba bien inglés no era que lo hubiera estudiado en el colegio, sino que, cuando estaba en la universidad, en Ankara, había tenido un novio inglés.

La otra cosa que me sorprendió paseando por la ciudad, de un millón de habitantes, era que Fatmah no destacaba en absoluto. Tenía el pelo teñido de un color más agresivo que la mayoría de las demás mujeres que rondan la veintena o la treintena, pero la imagen que predominaba era la del vaquero y la camiseta blanca.

Con el hermano de Fatmah como conductor, recorrimos una carretera tortuosa y solitaria hasta la histórica ciudad de Mardin, a 100 kilómetros de distancia. Con un ligero esfuerzo de imaginación podía comprender lo que había querido decir el embajador británico con su analogía bíblica. Vi ovejas y pastores repartidos por el tipo de paisaje árido y ondulante que se imagina al leer el Libro del Deuteronomio. Vi aldeas sobre las laderas que se parecían mucho a la idea que tenemos de las casas con azotea del Antiguo Testamento; aunque lo que más llamaba la atención era que todas ellas tenían una antena parabólica en el tejado. Mardin, una ciudad espectacular encaramada en lo alto de una colina, tiene una historia que se remonta, según se dice, al Diluvio de Noé. Estuvo gobernada, entre otros, por hititas, babilonios, persas, romanos y árabes, hasta que los turcos se apoderaron de ella. Situada en la antigua ruta de la seda entre Estambul y Basora, la ciudad ha sufrido frecuentes asedios. Uno de quienes la arrasaron fue Gengis Jan, pero la mayoría de las veces acababan venciendo los defensores de la ciudad.

De la defensa de Mardin para mi visita se encargó un guardia de tráfico que nos ordenó detenernos en la cuneta a uno o dos kilómetros de la ciudad, a 14 kilómetros de la frontera con Siria. En los últimos años, las peores violaciones de los derechos humanos en Turquía se han cometido en esta zona, como reacción de las autoridades ante el aumento del nacionalismo militante kurdo en los años ochenta. Supuse que nos iban a mandar que saliéramos del coche y, como poco, nos cachearían minuciosamente en busca de armas. No fue así. El motivo por el que nos habían detenido no tenía nada que ver con que Fatmah y su hermano fueran kurdos, como la mayoría de los habitantes de la región, y hablaran kurdo en casa. Nos habían parado porque el hermano de Fatmah no llevaba el cinturón de seguridad. Después de una suave reprimenda, pero sin multa, proseguimos nuestro viaje.

Mardin (65.000 habitantes) es un museo viviente. Gran cantidad de cosas para el turista y el historiador (la gente del lugar me aseguró que la Unesco ha catalogado 360 edificios que deben ser protegidos), pero, al mismo tiempo, una ciudad efervescente que parece tener un cajero automático en cada esquina, y no sólo un montón de coches modernos, sino, por lo menos, dos tiendas de coches nuevos alemanes. Las calles estaban abarrotadas de gente que caminaba deprisa, casi todos vestidos de forma moderna y elegante. Le pedí a Cemil Aydogan, un admirado personaje local, que me explicara toda esa aparente riqueza. "No es aparente, es real", contestó Aydogan, un hombre grandón de cabello rojo que llevaba una gruesa sortija de oro con una piedra verde. "En Europa, la gente tiene miedo de que vaya a haber una avalancha de inmigrantes de Turquía, sobre todo de aquí, de la parte oriental. Pero le aseguro que los inmigrantes están volviendo. Los que se fueron a Suecia y Alemania están regresando e invirtiendo su dinero aquí. Todos los días se abren nuevas fábricas".

En parte tiene que ver con Irak, que está a sólo 100 kilómetros. En Irak existe una enorme demanda de productos turcos, por lo visto; sobre todo, neveras y otros aparatos de cocina. Otro motivo de la expansión turca es la política deliberada del Gobierno para invertir en la región. El Gabinete de Erdogan se ha proclamado contrario a la tortura con mucha más claridad que ninguno de sus predecesores. Aydogan es periodista, propietario de un periódico y de una fábrica, y activista de los derechos humanos. De hecho, preside la asociación de periodistas y la asociación de derechos humanos de Mesopotamia. En los años noventa estuvo en la cárcel y fue torturado. "Ahora, las cosas están mucho mejor. La tortura ya no es sistemática, y, cuando se produce, los jueces la investigan e intervienen". Aydogan es un hombre acomodado y satisfecho que, pese a estar orgulloso de ser kurdo, tiene tan pocas ganas de separarse verdaderamente de Turquía como la mayoría de sus vecinos. "Sólo queremos que el Estado turco nos conceda más reconocimiento, sobre todo lingüístico. Por eso, si en todo el país el 75% de la población quiere entrar en la UE, aquí lo desea el 95%. Nos permitirá avanzar a partir de las cosas que hemos obtenido y asegurarnos de no perderlas".

Le pregunté a Aydogan sobre todas las parabólicas que había visto y qué podía significar la omnipresencia de la televisión internacional en las casas para la interpretación que la gente hiciera del mundo y su lugar en él. "Ah, sí", respondió. "Mujeres que uno consideraría pobres venden todas sus joyas para instalarse una antena parabólica. Es un fenómeno muy reciente. De hace cinco años, diez como mucho. Ahora, de pronto, hasta el pastor más pobre está informado sobre los acontecimientos mundiales y sabe lo que ocurre en Washington. ¡Eso es globalización, amigo!".

La irresistible ola de modernización de la que habla Nilufer Narli ha llegado también a la familia de Fatmah. Al volver de Mardin a Diyarbakir me dijo que en total eran 10 hermanos. Su madre es muy conservadora, y también su hermana mayor, con la que siempre está discutiendo sobre cómo debe vivir cada una. "Yo le digo que no debe ser tan servil con su marido. Ella me dice que tengo que casarme y tener hijos, y que debo ir tapada". Fatmah, que vive por su cuenta en un piso, provocó un ligero escándalo cuando un día llegó a casa con su novio inglés, un profesor de universidad, y -peor aún- se fue de vacaciones con él a la región de Mardin. Cuando le conté después la historia a Nilufer Narli, de vuelta en Estambul, se mostró sorprendida, medio en serio, por el hecho de que no la hubieran linchado. "Mi padre se enfadó", me contó Fatmah, "pero al resto de la familia no le pareció mal". En cualquier caso, su hermano el conductor parecía haber aceptado su forma de ser con bastante alegría. Era ella la que le regañaba a él por ser demasiado mandón con su mujer.

Al volver a la ciudad -otro monumento antiguo, rodeado por una muralla que se construyó en el siglo IV y que, según los lugareños, es la segunda más grande del mundo después de la china- le dije a Fatmah que me gustaría hablar con alguna persona verdaderamente religiosa. Se suponía que esa zona, el este, era en la que más abundan los conservadores, y estaría bien comprobar si la teoría que me habían contado en Estambul sobre la tolerancia del islam turco era cierta. Decidimos intentar hablar con un imán y con un fiel de a pie, uno de los que rezan cinco veces al día. Un periodista me indicó, con tono amable y divertido, "una de las pocas personas" de las que sabía que observaban todos los ritos. Su nombre era Ilhami y era el dueño de un quiosco en una bulliciosa esquina de la ciudad. Ilhami, vestido con traje marrón y camisa blanca, tenía aproximadamente 60 años. Hablamos a través de Fatmah (pensé que podría poner algún inconveniente a hablar a través de ella, pero no fue así). Le pregunté si era partidario de que Turquía entrase en la UE, y asintió con una gran sonrisa. "¡Sí! ¡Sí! Porque la democracia es buena para el islam. ¡Muy buena!". ¿Pero no temía la influencia corruptora del Occidente cristiano? "¡No! La democracia es buena para todas las religiones. Cristianos, musulmanes, judíos: todos deben respetarse entre sí, todos deben tener libertad para rendir culto a su manera" (parecía casi como si estuviera siguiendo un guión, pero la verdad es que yo había aparecido en su quiosco sin anunciarme). ¿Y qué ocurría con los países musulmanes en los que no hay democracia?, le pregunté. "No son verdaderos musulmanes, porque no dejan que los demás sean como quieran, no dejan que las mujeres se vistan como quieran". Creí ver que miraba a Fatmah, y, por un instante, los dos (que no se habían visto nunca) se intercambiaban un guiño cómplice. "Sí", sonrió aquel generoso y feliz hijo del Profeta. "Entrar en la UE sería estupendo".

Para hablar con el imán que habíamos pensado tuvimos que ir andando al otro lado de la ciudad, a la Gran Mezquita de Diyarbakir, construida sobre los cimientos de una vieja iglesia cristiana. Mientras se ponía el sol, Fatmah y yo pasamos delante de escaparates de farmacias que anunciaban pastillas para reducir el colesterol, carnicerías con pulmones de cordero colgados de ganchos, tiendas de electrónica con pantallas de televisión que mostraban vídeos musicales, hasta llegar al patio de la mezquita del siglo XI, en la que hombres descalzos se inclinaban en oración junto a las fuentes. La luz empezaba a disminuir. Después de una larga espera, en la que nadie nos pidió que nos fuéramos, apareció el imán. Era un hombre delgado, vestido con camisa rosa y pantalón negro de rayas, más joven de lo que me esperaba, con unos 38 años. Se llamaba Emin. Solemne y precavido, pero curioso, dijo que sí estaba dispuesto a hablar con el periodista extranjero. Nos sentamos juntos sobre un antiguo muro de piedra, Fatmah a mi lado. ¿Qué opinaba sobre la UE? "Sería beneficioso para la región, para la democracia y para el islam", replicó sin parpadear, medio dirigiéndose hacia Fatmah, medio hacia mí. ¿No le preocupaba la compatibilidad del islam y la democracia europea occidental? "Es una desgracia", respondió, escogiendo sus palabras, con serenidad y paciencia, "que desde el 11 de septiembre los europeos nos vean de otra forma porque somos musulmanes, que nos miren como alguien a quien hay que temer. Pero ése no es el auténtico islam. En el auténtico islam, la fraternidad y el amor son lo más importante. Unos musulmanes cultos no podrían destruir ni hormigas, mucho menos a seres humanos". ¿No tenía miedo del efecto pernicioso de Occidente sobre el islam? "No deseo la degeneración cultural. Si vienen misioneros tendrá que haber límites". ¿Límites? "Sí, no deben romper el Corán en pedazos, como se dice que hacían en el pasado los misioneros cristianos".

Hablamos durante 20 minutos. Había anochecido cuando volví a preguntarle si estaba verdaderamente seguro sobre las ventajas de incorporarse a la UE, si no temía que la diferencia cultural de la que hablan tantos europeos -empezando por el Papa- engendrase nuevos problemas para su religión. "En conjunto", dijo después de reflexionar un instante, "en conjunto, si es bueno para el país estoy a favor". "Ahora bien", añadió, "es importante que la gente de Europa no dé demasiada importancia a esa diferencia cultural, que no se aferren a la idea de que islam equivale a terror y guerra. En las religiones no hay violencia, por definición. El verdadero islam está contra la violencia". Mientras Fatmah, con su pelo de punki, me traducía sus palabras, el imán me cogió de la mano. La sostuvo, sin moverla, hasta que ella terminó. Luego, todavía con mi mano en la suya, me miró a los ojos y me deseó la bendición de Dios para mí y para mi país. Yo le deseé lo mismo a él.

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