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LA REFORMA DEL ESTATUTO CATALÁN
Columna
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¿Adónde va Catalunya?

Antonio Elorza

El escenario lógico para la reforma del Estatuto consistía en una ampliación de competencias y en un reforzamiento de la personalidad política de Cataluña, en el marco de una estrecha colaboración -implícita, por supuesto- entre la fuerza supuestamente hegemónica del Parlamento catalán, el PSC, titular de la iniciativa, y el Gobierno de Madrid. Para algo ambos corresponden al mismo partido y además se da una excelente relación entre los respectivos líderes, Maragall y Zapatero. La orientación federalista del documento aprobado por el PSOE en Santillana abría las puertas para un cambio en que las inevitables presiones de Esquerra pudieran ser encauzadas. El cheque en blanco otorgado anticipadamente de forma suicida por ZP a cuanto se aprobara en Barcelona responde a esas expectativas optimistas, que los hechos se encargaron de desmentir.

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En la práctica, Maragall ha encabezado la conjunción de fuerzas responsable del texto del 30 de septiembre, al margen de cuanto se opinara en La Moncloa, y con una constante puja al alza impulsada por los dos hermanos enemigos del nacionalismo catalán. De nada sirvió la alarma del proyecto de financiación, ahora agravado, y tampoco la llegada a puerto ayer del nou Estatut, de hecho una Constitución catalana clara en su objetivo: dentro del Estado español, que no en España, aparece un sujeto designado para ejercer la soberanía en materias esenciales, la nación catalana, cuyas relaciones con dicho Estado serán regidas ajustándose a un principio de bilateralidad, por medio de la Generalitat.

En nombre del Gobierno, a la vicepresidenta no se le ocurre otra cosa que expresar el apoyo del Ejecutivo al invento, anunciando "retoques" en las Cortes. ¿No han sido capaces de percibir en La Moncloa que en sus fundamentos doctrinales, en la definición del poder y en la organización del mismo, estamos ante una versión más sofisticada pero no menos rotunda del soberanismo antes visto en el caso vasco? Y que el ajuste a la Constitución no se logra con el fraude de cubrir la cascada de competencias "blindadas" mediante el recurso al artículo 150.2 de la Constitución, autorizando las transferencias de competencias estatales a las comunidades, para vaciar al Estado desde su interior. El nuevo Estatuto pone en marcha un poder catalán, asentado en una tradición estrictamente nacionalista, sin mancha de españolidad alguna, y de adoptarse no lleva en modo alguno a un régimen federal, sino a un Estado dual, con un recinto de soberanía propia para Cataluña que no excluye su intervención en las decisiones del Gobierno central, y en cambio coarta de antemano cualquier "ingerencia" de Madrid en el pleno autogobierno catalán.

El problema no reside en la declaración rotunda de que Cataluña es una nación. Para dorar la píldora, Maragall habla ahora de España como "nación de naciones", pero engaña al enlazar tal propuesta con el texto del nuevo Estatuto. Para el documento recién aprobado, nación en Cataluña no hay más que una: la catalana. No hay otra tradición ni debe haber otra memoria histórica, forjada desde el poder catalán como anuncia el Estatuto, que la catalana exenta de toda contaminación. Nación de naciones implica imbricación de procesos de construcción nacional, identidad dual que todavía hoy prevalece en la doble autodefinición de la mayoría de los catalanes, también españoles. Algo que el Estatuto borra en sus artículos, paso previo a forzar su desaparición (véase lo relativo al idioma). Carod triunfa. El paso principal hacia la "interdependencia" (sic) evocada en el preámbulo, está dado.

Lógicamente, la soberanía fiscal, y la aproximación máxima al régimen de privilegio vigente en Euskadi y en Navarra, cierran el círculo, eso sí buscando eufemismos -"solidaridad"- para esconder un objetivo tan impropio de la izquierda. Desde que en abril Castells contó las ventajas económicas del porvenir a los lectores de Avui las cosas están claras. Ahora, gracias a CiU, aún más. Hablar de federalismo en tales condiciones es una auténtica profanación. Del mismo modo, una cosa es reconocer la composición plurinacional de España, y otra ver en ésta un simple Estado cuyo vaciamiento progresivo se impone. La pregunta final al presidente Zapatero resulta inevitable: ¿adónde va España?

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