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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Camino de Vietnam

Es difícil comprender cómo un país que siempre se ha erigido en defensor de los derechos humanos y las libertades ha caído en una práctica sistemática de la tortura en Afganistán, Guantánamo e Irak. La condena a tres años de la soldado England por tener a un prisionero desnudo agarrado por una correa en la prisión de Abu Ghraib pretende poner un punto final a los juicios sobre estos casos de abusos. Las escabrosas revelaciones de estos días en la prensa americana, y el devastador y estremecedor informe de Human Rights Watch con las declaraciones del capitán Ian Fishback, perteneciente a una unidad de elite que ha tenido el coraje de hablar sobre lo que ha visto, obligan a ir hasta el fondo, con una investigación auténticamente independiente, para castigar a todos los culpables. Pero sin esperar este resultado EE UU debe poner fin a estas prácticas que le sitúan en el campo de la barbarie, en clara violación del derecho internacional. En nombre de la necesaria lucha contra el terrorismo no cabe todo y mucho menos la tortura, pues así se pierde, además de la cabeza, la razón.

Los casos de tortura -tanto en los interrogatorios oficiales como para que se desfoguen los soldados americanos- están amontonándose, de Faluya a Abu Ghraib y otros lugares, pasando por la externalización de algunos presos a países donde se les puede someter a estos tratos impunemente. Pese a los esfuerzos del ejército y del Pentágono para demostrar lo contrario, es difícil pensar que no se trate de un sistema, casi de una terrible rutina, por lo que es necesario que la investigación suba por la cadena de mando. Por lo que declaran algunos soldados, ni siquiera recibieron instrucciones sobre el respeto a los derechos de los prisioneros de guerra contemplados en la Convención de Ginebra.

En Guantánamo, la nueva huelga de hambre de varias decenas de presos está poniendo en aprietos a las autoridades de EE UU. Estos presos -quedan más de 500 de 36 nacionalidades, sin cargos y sin juicio, a los que en casi cuatro años ha habido tiempo suficiente para extraerles toda información útil que tuvieran- han hecho uso de la única arma que les queda, su propia vida, para reclamar un trato más digno y conforme a la legalidad internacional. Uno de los que ha avalado a la Administración Bush en su horrenda labor en Guantánamo ha sido John Roberts, quien, tras el voto positivo en Comisión, y a la espera de la votación del Senado se convertirá hoy en el nuevo presidente del Tribunal Supremo. Este juez fue, en julio pasado, miembro de la sala de la Corte Federal de Apelaciones que vio el caso de Salim Ahmed Hamdan, conductor de Bin Laden.

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Todos estos casos no hacen más que deteriorar la imagen de Estados Unidos en el exterior y alimentar el movimiento interno contra la guerra de Irak. Lo mismo sucede con la detención durante varias horas de 370 personas participantes en la protesta antibélica frente a la Casa Blanca que ha galvanizado Cindy Sheehan, la madre de un soldado fallecido en Irak, a la que Bush se niega a recibir desde que se ha convertido en cabecilla de esta rebelión ciudadana. A su vez la agencia Reuters se ha quejado de la obstrucción de las fuerzas americanas, con "detenciones y disparos accidentales" a la labor de los periodistas en Irak.

Estamos ante un efecto bola de nieve en contra de una guerra de la que la Administración Bush no sabe cómo salir. En muchos aspectos empieza a rememorar la de Vietnam. Por eso Bush y su Administración deberían rectificar, en la guerra y en las torturas, y volver a colocar a esta gran nación, que ha sido siempre emblema y bandera de la libertad y de los derechos individuales, en el lugar que le corresponde.

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