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Columna
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Vientos del Hradshin

Hace ya bastantes años -regía en el Hradshin (castillo) de Praga aún la pujanza intelectual inquieta, ilustrada y generosa de unos ideales hoy de nuevo defenestrados a los fosos de la marginalidad-, el entonces presidente checo, Vaclav Havel, convocó en los esplendorosos salones góticos junto a la Catedral de San Vito y sobre el río Vltava a varias decenas de escritores, filósofos, artistas, científicos, religiosos y analistas. Havel quería hacer opinar a todos sobre nuevos conceptos culturales y políticos que pudieran generar esperanza e ilusión para sacar a Europa de una frustración ya entonces perceptible pero aun lejos de ser la revuelta de ira y desprecio contra la clase política a la que asistimos en los últimos años.

Allí se juntaron, si se suman las experiencias de los asistentes, muchos años de cautiverio y persecución política y largas vidas de estudio de hombres y mujeres con sabiduría, humildad y emoción por la honestidad. En común tenían todos ellos "las grandes ideas humanas" a las que se refiere Mario Vargas Llosa en su prólogo de un delicioso librito de Siruela con una conferencia de George Steiner titulada "La idea de Europa". Recuerda Vargas Llosa que fue Goethe en su Poesía y verdad el que fechaba el humanismo europeo el 25 de octubre de 1518, cuando Ulrico von Hutten escribía una carta a un amigo en la que rechazaba sus privilegios de noble cuna. "La nobleza por nacimiento es puramente accidental y carece de sentido para mí. Busco el manantial de la nobleza en otro lugar". Allí en el Hradshin medieval, Havel logró convocar una gran ceremonia de una orden de caballería en defensa de la libertad, la tolerancia y el respeto. Allí había vocación de excelencia y de la defensa incondicional de la dignidad. Sonaban allí la llamada de Rilke: "Du sollst dein Leben ändern" (cambia tu vida) y la sentencia de Spinoza sobre la dureza de la lucha por la excelencia que cita Vargas Llosa. Es evidente que Havel fracasó en su intento de que este gotha del ideario europeo como empresa de permanente superación inspirado en el esfuerzo personal por la excelencia movilizara a las opiniones públicas, siquiera a las clases políticas. Nunca estas han sido más arrogantes, vanidosas y obcecadas. Como le decía el editor húngaro, judío, alemán, Sammy Fischer a Tomas Mann respecto a un amigo común, "no es europeo. No sabe nada de grandes ideas humanas". No hay europeos en este sentido con mando en Europa.

Este concepto de la identidad y vocación europeas, culto a la libertad del individuo, está tan irreconciliablemente enfrentado al nacionalismo y las ideologías redentoras del siglo pasado, comunismo y fascismo, como al obsceno mercadeo con los principios y mecanismos de la democracia representativa. El viejo Simon Wiesenthal, que murió la pasada semana en Viena, solía echar pestes contra los "jovencitos judíos fanáticos y justicieros de la costa este" (de EE UU), con sus juicios fáciles sobre los europeos desde una superioridad moral basada en la pretensión y la ignorancia. Como tantos otros grandes europeos, pese a llevar el terrible siglo XX marcado con fuego, se murió creyendo en la capacidad de regeneración más que cultural espiritual de Europa. Sin ánimo de ser catastrofista porque hoy hay que ser optimista hasta en el cadalso, sí se puede sospechar que la regeneración moral pública que en su día quería poner en marcha Havel habrá de esperar a próximas generaciones que puedan llegar a responsabilidad de gobierno con experiencias que las actuales no han tenido. Y que el llamamiento a la regeneración europea en la dignidad será un ejercicio individual que se quedará en aquellos cenáculos intelectuales que menos lo necesitan. Espectáculos como los ofrecidos por Jacques Chirac antes y después del referéndum, Gerhard Schröder durante toda su legislatura y tras los comicios del 18 de septiembre, Silvio Berlusconi siempre y nuestros políticos patrios durante el grotesco sainete estatutario, son todos ellos antieuropeos en el sentido de que la búsqueda de la excelencia de la que Steiner habla demanda como requisito previo algo menos de autoestima y algo más de respeto a sí mismo por parte de aquellos dispuestos a emprenderla.

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