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Columna
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El concejal de oro

Fíjense en ese concejal de urbanismo que va por ahí, síganlo. Viaja en un coche oscuro, alemán y caro, síganlo que lo van a perder. Pero no lo pierdan porque el concejal ha tenido que parar en un semáforo, cosa que no le gustó: basta con ver el frenazo. Y ahora arranca, un segundo antes del verde. Síganlo que corre mucho este edil de un ayuntamiento costero mediterráneo. Síganlo y sepan, sin perderlo de vista, que ese señor hace tres años trabajaba de dependiente en un comercio. Porque el concejal, antes de serlo, ganaba poco, estaba muy descontento con su suerte, y además se tenía por algo culto: leía la prensa deportiva, estaba al tanto de las actrices de Hollywood, y ahora, por cierto, lee El código da Vinci y no se recata en decir que es muy bueno.

El concejal ya salió de la villa ribereña donde tanto cambió su vida. Va por la autopista, no se recaten en seguirlo. Y ahora miren cómo se desvía hacia el interior, cómo serpentea su gran coche cuesta arriba, y cuando creen que ya no pueden ir a su marcha, quiso la suerte que le vieran entrar en un pequeño hotel escondido bajo los árboles. Allí le espera gente importante, triunfadora. Allí hay hombres ambiciosos que quieren más. Más dinero, más poder, más casas y apartamentos, más chalets. Lo quieren todo y, aún así ese todo es poco, y el concejal tratará de facilitarles ese todo, o al menos una parte, y a ver cómo crecen esas torres de cemento y los campos de hormigón, y las nuevas provincias del golf, y a ver cómo se puede hacer lo que sea, porque todo es posible, dice el jefe de aquellos hombres que todo lo quieren. Todo se puede lograr con dinero, ratifica su abogado. Todo, todo, todo. Y el concejal de oro, síganlo por favor, se lleva luego su parte, y gestiona la parte de los suyos, porque así es la vida y así es todo, amigo mío, dice el concejal para sí. Y además, les queda el mar a los que tanto protestan, continúa el edil reflexionando. Ahí no se va a construir, no se puede. Nos queda el mar... todavía.

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