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Columna
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El fontanero Iceta y el dinamitero Puig

Tengo para mí que Miquel Iceta es uno de los políticos más notables del panorama catalán. Notable, por supuesto, no en el sentido mediático-festivo, ese que obliga a todo político a ser un experto del "30 segundos" televisivo, sino en su sentido más profundo. Si uno bucea por las hemerotecas de los últimos tiempos, especialmente navegando por las cansinas noticias sobre el lío que se han montado nuestros políticos con el Estatuto, lo más razonable que encuentra es lo dicho o escrito por Miquel. Rápido en la lengua desatada, pero notablemente sutil en el regate negociador, creo que Iceta es uno de los hombres claves para el presumible éxito final del Estatuto. Éxito dicho con mordaza, porque el espectáculo que nos han servido durante estos dos años los partidos todos, desde las pataletas fuera de tono de ERC hasta el cinismo del PP, pasando por las dudas existenciales del PSC, ha sido de manual. Lo más bonito que podemos decir de ellos es que son tremendamente pesados. Batallitas partidistas, renegociaciones mil de asuntos ya negociados, derechos históricos que han salido de la manga del Mago Zen cuando ya habíamos visto todos el conejo y, en definitiva, un debate tan espeso en lo estético como falto de toda altura en lo conceptual. Puede que algunos esforzados de la comisión hayan conseguido, finalmente, una buena articulación de reglas y leyes para gobernar la complejidad nacional. Puede, aunque estoy con Rajoy (por una vez y sin que sirva de precedente) en el exceso intervencionista. Claro que Rajoy no lo dice por liberal, sino por concepción española-contrarreformista, pero queda dicho que tenemos el código nacional más intervencionista de la vecindad. Sin embargo, y aunque al final tengamos un Estatuto que no esté nada mal -soy de los que se juegan la cena al -, el debate que habrán ofrecido a la ciudadanía habrá sido un debate endogámico, sobrecargado de tics partidistas sin ningún interés, fútil, mayoritariamente esencialista y notablemente superficial. Adornado, además, con una tendencia obsesiva al funambulismo que nos ha llevado del pesimismo al optimismo, y vuelta de tuerca, durante meses de aburrimiento. Ya sé que un debate estatutario no es simple, entiendo el tiempo, las dificultades, la complejidad de las negociaciones, incluso puedo entender los desplantes tácticos para sacar alguna tajada partidista. Pero lo que no puedo entender es que, entre pan y torta, no nos hayan proporcionado nada serio para alimentar la inteligencia. Ha sido un larguísimo ir y venir de inmediatismos superficiales, cuya retórica arraigaba en una notable falta de contenido y una más notable falta de imaginación. Teniendo en cuenta la paliza que nos han dado y lo mucho que han perdido el tiempo peinando al gato, sólo faltaría que no hubiera Estatuto. Es para ponerlos a todos en un barco y pedirle a Halcón Viajes que se los lleve a visitar las Malvinas. Viaje de ida...

Pero habrá Estatuto. Primero porque me he jugado una cena -algo había que hacer para no morirse de asco- y segundo porque, a pesar de todo, creo que este país aún milita en el sentido común. Y sí es así, y finalmente no hacen un ridículo de récord Guinness y enseñan fumata blanca, habrán pasado dos cosas que probablemente no diremos, convencidos como estamos de que el elogio es malo para la salud. Lo primero que habrá ocurrido es que Pasqual Maragall, a pesar de sus notables errores durante el proceso, habrá tenido un éxito muy notable. No vale asegurar durante semanas que, si fracasa el Estatuto, fracasa Maragall, y no decir después lo contrario. Ciertamente el fracaso habría sido su fracaso. El éxito también será su éxito. Su empecinamiento, su tozudez indómita, su capacidad de encaje y la virtualidad de su gente en la negociación habrán conseguido un importante milagro político. Personalmente no soy nada avara en la crítica, y la he repartido con alegría sandunguera. De la misma manera, creo que al día siguiente habrá que ser generosos en el elogio. Lo segundo importante, que tampoco no diremos demasiado, es que algunos fontaneros han sido básicos para llegar a puerto feliz. Gente de primera línea política, pero cuya segunda línea es capaz de desobturar cañerías, arreglar puentes rotos, poner vaselina en las zonas ásperas y machacar los tiempos difíciles con sonrisas amables. Algunos hay en la política catalana y éste debe ser uno de los hechos diferenciales que tanto prodigamos: en Cataluña el oficio de fontanero disfruta de grandes maestros. De todos ellos, Miquel Iceta me parece el más notable. Pero no lo subrayo por amor al personaje (que se lo tengo), ni para que pague la comida que me debe (alguna me debe), sino como contraste. Mientras los Iceta han rehecho los puentes de diálogo una y otra vez, y han sido los castores de un edificio cuya arquitectura naufragaba en aguas turbulentas, los ha habido que han fabricado las bombas de tiempo, han situado las cargas explosivas y han trabajo literalmente para cargarse el edificio. Si unos son los fontaneros, los otros son los dinamiteros o los "coperos", feliz expresión madrileña para designar un fenómeno de madrileñización de la política catalana cada día más notable. De entre estos últimos, destaca por méritos adquiridos Felip Puig, nuestro Guerra de bolsillo, cuya tenacidad en imposibilitar cualquier acuerdo ha estado a punto de verse recompensada. Es decir, ¡anatema, anatema!, en su forma política y en su gramática dialéctica, Felip Puig es lo más madrileño de la política catalana, y el estilo Iceta, lo más diferencial-patriótico. El fontanero y el dinamitero, la dualidad del lío y la clave de su resolución. Entre dos oficios va el reto, y de ello depende el éxito o el fracaso. No nos engañemos. No hay un problema de fondo. Hace mucho que hay un problema de formas.

www.pilarrahola.com

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