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Columna
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¿Por qué?

La historia es conocida y creo haberme referido a ella en más de una ocasión: en 1937 un mendigo apuñaló en París a Samuel Beckett, el autor de Esperando a Godot, El Innombrable, Malone muere y otras novelas y obras de teatro desesperanzadoramente magistrales. Aquello era algo más que un accidente. Parecía una especie de carcajada siniestra del destino. El escritor que sería con el tiempo el máximo exponente de la literatura del absurdo existencial era, sin más ni más, apuñalado por un desconocido. Cuando salió del hospital, Beckett fue a ver a su agresor. Le visitó en la cárcel; quería saber por qué le había apuñalado aquel hombre, pero el mendigo no le dijo nada. El mendigo seguramente estaba dentro de otra cárcel (una segunda cárcel) aún más inaccesible y más cerrada que la celda parisina donde le recluyeron. Cuando Beckett insistió en su pregunta, el preso sólo dijo que no sabía nada ("No sé nada", eso es lo que le dijo). Beckett se fue de allí y escribió algunos poemas que se publicarían cincuenta años después y que nadie tampoco (salvo algún traductor arriscado) lograría entender.

Es la vieja pregunta. Y mi hija, que no ha leído a Beckett porque aún no ha aprendido a leer, quiere saber también por qué, por qué, por qué. El porqué de las cosas. ¿Por qué crece la hierba? ¿Por qué corren los coches? ¿Por qué vuelan las aves? ¿Por qué cagan los perros en la hierba que acaban de sembrar en el parque de los patos? ¿Por qué nadan los patos? ¿Por qué no puede darles su merienda a los patos? Y a uno se le pone, irremediablemente, una invisible cara de mendigo perplejo capaz de apuñalar, si en ese instante pasara por el parque de los patos, al mismísimo Beckett. Uno no dice nada porque no sabe nada tampoco. Y uno termina yéndose al kiosco de la esquina (la semana pasada hablamos de ellos) a comprar el fascículo último de National Geographic, donde hablan de los patos, ánades y otros asuntos, con solvencia científica y norteamericana. También podría preguntarle al poeta Antonio Colinas, especialista en cisnes, estanques y lagos lánguidos, pero creo que he perdido su teléfono.

La semana pasada se celebró en Alicante, organizada por la Subdelegación del Gobierno, una jornada de debate bajo el título Sociedades víctimas del terrorismo. Naturalmente se empezó y acabó hablando de ETA. Se habló mucho de cuándo desaparecerá la banda (muy pronto según los más osados y optimistas) y algo menos del cómo, pero sólo uno de los intervinientes se refirió, aunque fuera de modo tangencial, al porqué o los porqués. Un guardia civil que resultó herido en el atentado de la Plaza de la República Dominicana de Madrid, ocurrido en 1986 y en el que murieron doce agentes del instituto armado, pidió que no se olvide a las víctimas. "Me gustaría", dijo, "que no se nos olvide, porque mis compañeros han muerto por algo". El aplauso del público, según las agencias de prensa, fue unánime.

Si entre el público alicantino hubiese habido niños, alguno, sin dudarlo, se hubiera disparado preguntando por qué habían muerto aquellos doce agentes a los que hacía referencia su compañero, o por qué los habían matado, pero allí, al parecer, todos tenían claro ese porqué y todos los porqués. Hay que tener valor e ingenuidad para hacer la pregunta del millón, ese porqué redondo como una bomba de tebeo que te puede estallar en las narices, pero que uno se obstina en formular con esperanza ciega. No creo que pasarse la vida sin hacerse una sola pregunta, pretendiendo saber por qué te apuñalaron o por qué tú apuñalas sea bueno ni sano. Me dan pavor esas seguridades. Me dan pavor los aplausos de Alicante (¿de verdad creen que saben por qué diablos murieron aquellas pobres víctimas? ¿Por España quizás? ¿Por Dios y por España? ¿Por la Guardia Civil? ¿Por la Constitución?), como me dan horror los activistas de ETA (que también creen en Dios y en sus obispos) y su abisal indiferencia, su indiferencia monstruosamente estúpida cuando les juzgan por el secuestro de José Ortega Lara y dicen que cumplían con su deber y piden un bocata.

Es algo horrible esa seguridad y esa certeza, esa creencia inhumana en sus dioses, sus patrias, sus obtusas razones, sus mentiras. ¿Por qué has matado a un hombre? No lo sabes, en el fondo tú sabes que no lo sabes. A lo mejor eres sólo un idiota o un canalla, eso nunca se sabe. Haz la prueba: pregúntate por qué, aunque no haya respuesta.

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