No es una película de indios y vaqueros
Algunos parecen creer que la derrota de ETA se producirá como en las películas del Oeste, cuando los vaqueros tienen rodeados a los indios y los exterminan en la batalla final. Cualquier medida que no se atenga a ese guión fijado de antemano se interpreta como debilidad, claudicación, desistimiento, rendición, complicidad. Y todo ello acompañado de un catastrofismo delirante. Por ejemplo, los dirigentes del Partido Popular y los energúmenos que pontifican desde micrófonos y columnas, dicen que en la cuestión del terrorismo estamos peor que nunca. Los dos años y cuatros meses que llevamos sin víctimas mortales son lo de menos. El caso es que ETA está al borde de la victoria final, cerca de conseguir que el Estado por fin rompa España en pedazos y le entregue el País Vasco a los terroristas. Y todo por la política del Gobierno de Zapatero, quien ha esperado a que ETA estuviera en las últimas para darle todo lo que pide.
Resulta intrigante, y doloroso, que el partido de la derecha, con Mariano Rajoy al frente, haya decidido dar la batalla política en torno al terrorismo con tesis tan fantásticas justo ahora que hay indicios positivos y claros de que el final de ETA está próximo. Al principio pudo parecer que el PP se sentía desplazado y ninguneado ante la política antiterrorista del actual Gobierno, pero en realidad esa política viene siendo la misma que ponía en práctica el PP, ya que se sigue deteniendo a terroristas con gran eficacia y se mantiene en vigor la Ley de Partidos. La novedad es que ahora, debido al agotamiento de ETA, se contempla la eventualidad de que sus miembros decidan renunciar a la violencia. Parece más bien que los populares, quienes han dado sobradas muestras de deslealtad en este asunto de Estado, están teniendo en cuenta consideraciones estratégicas más de fondo. Si las expectativas creadas se frustran con algún atentado mortal, tratarán de capitalizar el desánimo para darle la puntilla a un Gobierno que consideran en extremo endeble.
Hay asimismo desconcierto entre periodistas e intelectuales, y entre algunos miembros del colectivo de víctimas, como el pintoresco presidente de la AVT, que no acaban de procesar el dato de que ETA se extingue a causa de la presión a la que se ve sometida por España, por Francia, por el contexto internacional, e incluso por muchos de sus propios seguidores en el País Vasco que, condenados al ostracismo político, van asumiendo la condición anacrónica de una organización como ETA.
El hecho cierto es que ETA no ha matado a nadie desde hace más de dos años, algo que sólo había sucedido en los inicios, entre abril de 1969 y agosto de 1972. Todo indica que las detenciones en suelo español y francés, los golpes dados a su infraestructura empresarial y financiera, la ilegalización de Batasuna, el ejemplo del IRA, la pérdida de cualquier orientación estratégica en sus atentados una vez fracasado el frente nacionalista de Lizarra, y quizás incluso las actuaciones de Al Qaeda, han obligado a los etarras a replantearse su futuro. Pueden intentar continuar matando de vez en cuando, a un ritmo cada vez más lento, en medio de una marginalización creciente, mientras los presos se pudren en las cárceles, y con Batasuna fuera de las instituciones. O pueden tratar de negociar su final, aliviando la condición de los presos y reciclando los recursos humanos y materiales que ahora utilizan para el terrorismo en recursos para la competición política democrática. Saben que el IRA y el Sinn Fein han encontrado una salida no completamente deshonrosa, gracias al éxito electoral del Sinn Fein tras el Acuerdo del Viernes Santo.
Si deciden continuar, quizá porque resultase cierto que los etarras matan fundamentalmente para que sobreviva la organización, cualquier cambio de estrategia por parte del Gobierno resultará inútil. Habrá que esperar entonces una lenta pero inexorable extinción del terrorismo nacionalista. Pero si los etarras son capaces de sopesar los pros y los contras de seguir matando en horas tan bajas para ellos, hay que intentar aprovechar la oportunidad.
Por descontado, si se decide avanzar en esa dirección, el camino que queda por recorrer es largo, abrupto y tortuoso. El Gobierno ha de hacer creíble a la vez dos cosas que a primera vista parecen poco compatibles. Por un lado, ha de mostrarse flexible, de forma que los más reticentes en el interior de ETA venzan la desconfianza hacia las promesas sobre lo que vendrá tras el final de la violencia en forma de ventajas personales para ellos (medidas que faciliten su reinserción, etcétera). Pero, por otro lado, el Gobierno ha de mostrarse firme para convencer a los terroristas de que no pueden albergar esperanza alguna sobre concesiones políticas (reconocimiento del derecho de autodeterminación, etcétera). A través de sus decisiones políticas, el Gobierno debe crear incentivos para que los terroristas terminen de dar el paso de renunciar a la violencia, pero sin que éstos puedan pensar que el Estado está cediendo a sus exigencias. No es la cuadratura del círculo, pero requiere inteligencia política.
No tendría sentido, como ha subrayado Patxo Unzueta en sus columnas, legalizar a Batasuna antes de tiempo. Los etarras han de entender que sólo podrán reconvertirse en una fuerza política homologable a las demás cuando abandonen las armas. La recuperación de la legalidad es el principal incentivo para lograr un cese definitivo de la violencia.
Más discutible resulta sin embargo un asunto como el del reagrupamiento de los presos, que no supone una alteración de las reglas del juego político, ni reduce el cumplimiento de las penas. ¿Haría más probable el final del terrorismo, reforzando a los moderados en el seno de ETA que dicen que es posible llegar a un final dialogado, o daría razones a los duros, aumentando sus expectativas sobre lo que pueden "sacar" del Estado sin renunciar a nada? Es verdad que en el pasado ETA siempre ha entendido cualquier concesión como un signo de debilidad del enemigo. Pero la diferencia es que ahora el Gobierno no tomaría esadecisión bajo la presión de atentados mortales, sino justamente como consecuencia de la ausencia de muertos. Y además haría más difícil para ETA justificar ante sus bases un eventual retorno al asesinato.
Si ya es difícil que el Gobierno consiga afinar en todos los pasos que dé, habrá que contar además con interferencias varias: una escisión dentro de ETA, algún atentado imprevisto, filtraciones, actitudes desleales y obstruccionistas del PP o del PNV, un cambio de Gobierno, o cualquier otro factor que rompa el frágil equilibrio que pueda crearse entre ETA y el Estado y que permita el fin de la violencia.
Este tipo de procesos, cuando llegan a darse, son siempre imperfectos. Se cometen injusticias y humillaciones, y se toman decisiones que en ausencia de terrorismo nunca se habrían adoptado. Sobre todo, las víctimas pueden sentirse traicionadas. De ahí que haya que darles el máximo apoyo. Pero, en última instancia, si existe la posibilidad de acabar con una organización terrorista tan brutal y sanguinaria como ETA, la única superviviente del terrorismo que surgió en Europa en los años setenta, sin tener además que ceder a sus exigencias políticas, ¿acaso podemos taparnos los ojos?
Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología de la Universidad Complutense.
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