Agencias Tributarias autonómicas: una reflexión
El modelo territorial español se encuentra actualmente sometido a debate. Como es bien sabido, ello afectará no solo a cuestiones de nomenclatura y articulación jurídico-política entre las CC.AA. y el Estado, sino al sistema de financiación de las haciendas regionales. Y uno de los ejes de esta última parcela es el referido al desarrollo de agencias tributarias autonómicas. Con otras palabras, las reformas constitucionales y estatutarias en lontananza afectarán a la cuantía y formato de nuestro pago de impuestos en un futuro más o menos próximo.
Descentralizar la administración tributaria es una decisión política que debe considerar, entre otros, argumentos de eficiencia, responsabilidad fiscal y el sistema de financiación territorial vigente. Respecto a la eficiencia, es razonable pensar que uno de los objetivos de cualquier administración tributaria es hacer máxima la recaudación de impuestos dado el sistema fiscal de un país. Ello conduce a establecer los medios técnicos y humanos necesarios para esta finalidad pero teniendo en cuenta que los recursos son escasos (el presupuesto de la administración tributaria no es ilimitado) y que deben minimizarse los costes de cumplimiento que soportan los contribuyentes.
Sobre esta base, es más probable que una administración tributaria centralizada se encuentre en mejores condiciones de garantizar esta eficiencia que una descentralizada. Los argumentos se basan en la existencia de economías de escala que permiten reducir costes medios conforme el tamaño de la organización aumenta, en las mayores posibilidades de especialización de la plantilla, en la mejor gestión de información sobre el contribuyente, y en los menores costes burocráticos a soportar por el ciudadano con una administración única. No obstante, también pueden existir ventajas en la gestión de ciertos impuestos a nivel local (sobre la propiedad inmobiliaria, por ejemplo) y, del mismo modo, alcanzarse economías de escala en administraciones tributarias regionales, aunque los escasos trabajos empíricos sobre el tema apuntan en la primera dirección.
Una perspectiva diferente a tener en cuenta es la de la responsabilidad fiscal. Desde esta posición se argumenta que el acercar la gestión tributaria al ciudadano (a través de las haciendas regionales) mejora los procesos de elección política, aumenta la transparencia de las administraciones subcentrales y tensa la restricción presupuestaria de los gestores públicos, que deben "dar la cara" de un modo directo al contribuyente para exigirle el pago de impuestos. Algunos autores consideran, sin embargo, que estos mismos efectos pueden alcanzarse concediendo suficiente autonomía fiscal y capacidad normativa sobre tributos cedidos a las haciendas autonómicas, de tal forma que el ciudadano sea realmente consciente del menú fiscal que le ofrecen sus políticos regionales. Por tanto, descentralizar la administración tributaria puede mejorar la gestión de los recursos públicos pero debe admitirse que un sistema de verdadera corresponsabilidad fiscal puede alcanzar resultados similares.
Este comentario nos lleva a un tercer apunte: no existe un vínculo directo entre descentralización fiscal y descentralización tributaria. Mientras que países federales como Alemania combinan una administración tributaria considerablemente descentralizada con una reducida autonomía de sus gobiernos regionales en el diseño de la política impositiva, otros como Bélgica o los escandinavos organizan su gestión tributaria en torno al gobierno central a pesar de disfrutar de un elevado grado de corresponsabilidad fiscal. Y como el ejemplo sueco demuestra, este último esquema no está reñido con una eficaz descentralización organizativa en unidades territoriales subcentrales.
Un último punto que quisiera destacar es el de las relaciones entre el grado de descentralización tributaria y el sistema de financiación territorial existente en un país. La experiencia internacional muestra cómo en modelos similares al español, con impuestos compartidos entre las haciendas regionales y el gobierno central, una administración tributaria centralizada es la norma mientras que la descentralizada es la excepción. Es más, estas excepciones tienen su origen en restricciones constitucionales previas (Suiza, Alemania) o en circunstancias históricas concretas (Reino Unido, Japón). Y en estos últimos casos, la descentralización tributaria se limita a un solo impuesto compartido y de naturaleza local. Precisamente la principal experiencia que tenemos en España de administración descentralizada en la gestión de impuestos de elevada potencia recaudatoria tiene su origen en los llamados derechos históricos de las haciendas forales.
Al hilo de lo anterior, y a modo de conclusión, una breve referencia al actual debate sobre agencias tributarias autonómicas. La verdadera reforma que exige la administración tributaria española en términos de descentralización es la puesta en marcha de eficaces mecanismos de cooperación entre distintos niveles de gobierno. Esta frase debe dejar de ser un eterno propósito para convertirse en una realidad habitual. Los impuestos sobre la renta, patrimonio y sucesiones y donaciones presentan unas elevadas interrelaciones como para obtener ganancias de eficiencia al cooperar en su recaudación distintos niveles de gobierno. La Agencia Tributaria dispone de la suficiente dimensión y experiencia para que sea factible aprovechar sus economías de escala en lugar de plantear su sustitución por agencias regionales ex novo. Del mismo modo, impedir la fragmentación de la administración tributaria en España evitaría un incremento en los nunca bien ponderados costes de cumplimiento fiscal a soportar por los contribuyentes. Este planteamiento no impide, por supuesto, la descentralización organizativa de la agencia estatal ni la colaboración de las administraciones tributarias regionales en el diseño de la política recaudatoria general.
Diego Martínez López es Doctor en Economía, Investigador del Centro de Estudios Andaluces y Profesor de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.
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