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Los profesionales no son la causa del déficit

En el actual y muy candente debate político y social sobre la financiación de la sanidad pública, los médicos desearíamos algo más de realismo. Somos un tanto escépticos por los términos en que se está produciendo, aunque bien es cierto que ese sentimiento se contrarresta con la sensación, positiva, de que tanto nuestros representantes políticos como gran parte de la sociedad comienzan a ser conscientes de que tenemos un gran problema que antes o después habrá que resolver.

¿Pero qué es lo que se está haciendo? Siento decir que lo ofertado por el Gobierno este sábado en la Conferencia de Presidentes es insuficiente. Son medidas a muy corto plazo. Es decir, pan para hoy y hambre para mañana. Nuestro criterio es que se ha pretendido atajar de modo urgente un problema para que no nos quite el sueño durante un tiempo, que en todo caso será breve, porque las disfunciones básicas relativas a la financiación de la sanidad pública siguen ahí y serán más tozudas que nuestro comprensible ánimo de esconder la cabeza bajo el ala y hacer como si no pasara nada.

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Nuestra apuesta, puesto que hay que ser directos e ir al meollo del asunto, es que necesitamos poner en práctica medidas radicales consensuadas y sostenibles en el tiempo, como las que se acordaron en su día para apuntalar el sistema de pensiones.

Las medidas a más largo plazo que reclamamos incluyen la siempre pendiente asignatura de sacar la sanidad de la batalla política diaria para afrontar sus fundamentos presupuestarios desde posiciones próximas al sentido común de los ciudadanos, que lo único que desean es tener el mejor servicio posible a un coste que no les exija grandes sacrificios económicos ni a ellos como individuos ni a la sociedad en su conjunto, y que, por supuesto, salvaguarde el principio de solidaridad. Esa perspectiva exige que los políticos dejen de intentar desgastarse un día sí y el otro también con polémicas estériles en los medios de comunicación, y se centren en buscar un consenso sobre bases racionales y de política a largo plazo. Porque mientras no se actúe así, los problemas que arrastramos llevan camino de convertirse en una bola de nieve muy difícil de manejar.

El diagnóstico de por qué ocurre lo que ocurre lo sabemos perfectamente. Las causas del gasto disparado tienen que ver con la mayor expectativa de vida y consiguiente envejecimiento de la población, con el cada vez más alto coste de las nuevas tecnologías que se emplean en el sector, con la ampliación del número y calidad de prestaciones, y también con el aumento de la población protegida -cuatro millones desde 2001- por la llegada masiva de inmigrantes durante los últimos años.

Todas esas variables se mantienen pujantes y van a seguir presionando sobre la estructura económica de un sistema que, por cierto, podría arrojar índices aún peores que los actuales si no fuera porque esa acrecentada y progresiva demanda asistencial se está ofreciendo ahora con prácticamente el mismo número de profesionales que hace cuatro años.

Así las cosas, y con el trabajo añadido que nos ha caído encima a los profesionales, es lógico que nos sintamos contrariados cuando desde altas esferas de la política se ha aludido recientemente, y de forma absolutamente injustificada, a nuestros salarios como una de las "principales causas" de déficit sanitario.

Para nosotros, las soluciones al galopante déficit sanitario no deben pasar, claro, por congelar los sueldos de los facultativos, que son, por cierto, hasta tres o más veces inferiores a los del Reino Unido, Francia, Italia o Alemania, sino por acciones como fijar qué prestaciones se pueden ofrecer y elevar el porcentaje del PIB público dedicado a sanidad (en torno al 5,5% ahora) hasta hacerlo equiparable con lo que dedican a ello esas mismas naciones (entre el 7,5% del Reino Unido y el 11% de Alemania).

Asimismo, consideramos inevitable una nueva cultura de gestión del sistema público que favorezca una mayor implicación tanto de los profesionales como de la sociedad civil, cuya principal representación en este caso deberían ser las asociaciones de consumidores y pacientes. Hay que poner fin a un modo de hacer que hasta ahora ha estado en manos de técnicos y economistas, y que, por lo que se ve, no funciona.

Creemos, en este sentido, que a los médicos se nos debería permitir imbricarnos más en el día a día de la administración del sistema, aunque sólo sea porque desde nuestra posición privilegiada estamos en inmejorables condiciones para detectar las bolsas de ineficiencia y de gasto no justificado que anidan en él.

Por último, creemos que no se debe descartar a priori la introducción de mecanismos que consideren una ampliación de la participación económica de los ciudadanos en determinados servicios, limitada ahora a los medicamentos y no en todos los casos. Una de las vías más propicias para dar pasos en esa dirección sería, por ejemplo, todo lo relacionado con la hostelería hospitalaria.

Reconocemos que sobre esta y otras eventuales modalidades de copago es fácil incurrir en la demagogia, pero estamos convencidos de que la mayoría de los ciudadanos entenderían ciertas medidas si se les explicaran bien, fuesen equitativas con arreglo a la renta de los ciudadanos y tuvieran como único norte el sostenimiento en las mejores condiciones posibles del sistema público de salud.

Carlos Amaya es secretario general de la Confederación Estatal de Sindicatos Médicos (CESM).

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