La nueva función del Rey
Dos peligrosos nubarrones andan enturbiando la relativa tranquilidad de nuestro actual proceso democrático. Y empleo lo de "relativa" porque, como es sabido, lo contrario, lo de "absoluta" creo que no se puede aplicar ni en nuestro pasado, ni en nuestro presente políticos. Siempre hemos caminado entre bandazos, comienzos desde la nada y maldiciones al pasado. ¡Qué le vamos a hacer! Me parecen males congénitos que escaso remedio parecen tener. Al menos, hasta ahora. El buen conocimiento de lo que España ha sido en los dos últimos siglos no permite precisamente el optimismo. Y, por supuesto, ilusos quienes crean que todo ello ha cambiado desde 1978.
El primero de los anunciados nubarrones no me preocupa en demasía. De momento, claro. Se autoanuncia como la necesidad de una "segunda transición". La imprecisión de su enunciado y la ausencia de rigor científico permiten cierta espera en su juicio. Se insinúa como "hacer ahora lo que no se pudo hacer cuando se transitaba a la democracia o se elaboraba la Constitución". Pero la falta de concreciones y, sobre todo, la hasta el momento ausencia de acuerdos en fines y métodos, deja la empresa en enunciado. Peligroso, por supuesto. Pero no cercano. Transitar de nuevo ¿a qué? ¿Dónde están los sectores que lo demandan? ¿Con qué apoyos se cuenta? ¿En qué consenso se fundamenta? Este país ya se jugó mucho en el paso de un régimen autoritario a otro democrático. Con sacrificios de muchos, pero con la ilusión de casi todos. Y, en nuestros días, ¿a qué sinsentidos se nos quiere llevar?
Mucho más preocupante resulta el segundo nubarrón. El de revisar y eliminar lo no democrático de nuestro pasado. Se anuncia genéricamente, pero la mente está puesta, en realidad, en "el inmediato pasado". Ya estamos de nuevo, otra vez en nuestra andadura histórica, en la incapacidad de asumir el pasado. En la torpeza de jugar con el mismo y utilizarlo como arma en la contienda política. ¡Qué sagaces afirmaciones hizo el maestro Murillo sobre el tema y qué poco se equivocaba! Así ocurre, nada más y nada menos, que desde el Decreto de Fernando VII obligando a olvidar los acuerdos y decretos de las Cortes de Cádiz nada más volver a España. Y, por cierto, ¿cuántas calles, monolitos y recuerdos se siguen conservando en nuestro país para recordar a tan pérfido dictador? Ahí están. Léase la excelente obra La Fontana de Oro como adecuado complemento de lo que afirmo.
Un país camina en la historia como puede. Con símbolos democráticos y con otros que no lo son. Con guerras civiles y sin ellas. Con violencia y desastres derivados precisamente de dichas guerras civiles. Con poderes constituyentes nacidos en los campos de batalla, en los pronunciamientos, en etapas en que la soberanía descansaba en los hombros de una persona y en aquellas otras en que tan fundamental atributo era rescatado por las juntas revolucionarias. Con cirujanos de hierro, con borboneos y con Cortes Republicanas que todo lo querían cambiar. Todo eso es nuestro pasado. Con zonas de luz y zonas de sombra. Con libertades más o menos reales o con manifiesto caciquismo. Con el Imperio o con la Decadencia. Y todo eso hay que asumirlo como propio. Como legado de nuestra historia.
¿Revisar, remover, hurgar en nuestro inmediato pasado? ¿Condenar y hacer desaparecer sus símbolos? ¿De un año, de diez, de cuarenta? Eso no lleva nada más que a resucitar lo que en nuestra gran transición quedamos y acordamos enviar al baúl de los recuerdos. Con el generalizado y grandioso gesto de olvidar, perdonar y no repetir. Es bueno, muy bueno, estudiar seriamente lo que fuimos y lo que pasó. Pero no estoy muy seguro de que haya transcurrido el tiempo suficiente como para que reine la objetividad. Todavía andan vivos los de un bando y los del contrario. Las guerras civiles tardan varias generaciones en desaparecer en el recuerdo.
Y seamos valientes. El símbolo más patente de ese inmediato pasado está en la instauración de una Monarquía. La puso quien quiso ponerla y en la forma y condiciones de todos conocidas. Pudo no hacerlo y la realidad actual sería muy otra. Porque la nueva Monarquía se convirtió en garantía de cambio. En motor hacia la democracia. ¿Llegarían hasta ella los insensatos y prematuros juzgadores de un ayer que es casi hoy? ¿La pondrían también en el banquillo de los acusados junto a otros miles que creyeron en una verdad no democrática? ¿Proclamamos tres o cuatro Repúblicas cosoberanas o lo que sea?
El repaso constitucional de las funciones del Rey arroja un bien limitado catálogo. Creo que es algo de todos conocido. Pero nunca se pudieron establecer con precisión algunas otras no específicamente incluidas en la figura de una Monarquía Parlamentaria. El Rey reina, pero no gobierna. Correcto. ¿Pero no lo será también aquel otro sagaz giro que a la frase diera el maestro Ollero: El Rey no gobierna, pero reina?
Del actual Monarca no se ha oído un solo reproche hacia su antecesor. Ni uno. Ni una condena revisionista de unos o de otros. Todo lo contrario. Desde el principio anunció y quiso ser Rey de todos. Y así lo ha demostrado cien veces. Sin temor a manifestarlo. Leo en una de sus biografías más conocidas que cuando se le transmite cierta inquietud de la familia de Franco por lo que pudiera pasarles, contesta sin vacilar: "¿Miedo? ¿Miedo de qué? Los Franco sabían, porque yo se lo había repetido hasta la saciedad, que mi primera preocupación en cuanto estuviera a la cabeza del Estado sería impedir por cualquier medio que se hiciera un memorial de agravios cometidos por el régimen franquista. Porque, sabes, en mi opinión no había que empantanarse en revanchas y venganzas personales que hubieran supuesto un retorno de los tiempos de la posguerra civil". ¿Se puede decir de forma más clara y comprometida?
No creo que esta tarea sea de símbolo o de moderador. Es algo que presumo bastante diferente. Me atrevería a llamarla de prevenir, de admonición, de advertir. Y dejo a mis ilustres colegas la precisión de lo que intento decir y sugerir. Sí. Hoy, la Monarquía, ante este citado peligroso nubarrón tiene y debe ejercer esta nueva función. Y exactamente en la forma anunciada por quien ostenta la Corona. Por sí mismo. A mi entender algo tan meritorio como aquello de "motor del cambio" que en ningún texto constitucional puede estar anunciado de esa forma. Y presumo que no le faltarán muchos apoyos en la empresa.
Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.
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