El arte de Maragall
Como se hace en la física clásica cuando se renuncia al pronunciamiento sobre la última naturaleza de los fenómenos observados, podríamos pensar a los efectos de esta columna que todo sucediera como si las declaraciones del presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, al director del diario La Vanguardia, José Antich, aparecidas el pasado domingo en coincidencia con la celebración de la Diada, pudieran considerarse compendiadas en los titulares y sumarios volcados hacia el futuro de su primera página, a saber: "Vamos a hacer realidad el viejo sueño del catalanismo"; "Las Cortes reconocerán una nación catalana con dimensión de Estado"; "Si no hay Estatut, no habrá elecciones ni nos rasgaremos las vestiduras"; "De la Constitución hay que cambiar más de cuatro cosas".
Enseguida coincidiríamos entonces con el admirado S. J. Lec en suplicar a "quien tiene sueños de poder, que no ronque en voz alta". Porque tenemos observado que las palabras las carga el diablo del desencuentro y así parece confirmarse en particular en el caso del recurso al vocablo "nación" en el nuevo proyecto de Estatut. Recordemos que primero, se escuchó un sonoro, autorizado y desconcertante rompan filas como si se entregara a cada comunidad autónoma la facultad de elegir por su cuenta la manera en que fuera a definirse su naturaleza política en el Estatuto correspondiente en proyecto, como si la denominación por la que se optara careciera de relevancia ni pudiera tampoco representar dificultades de encaje dentro de los límites del invocado marco constitucional.
Luego, tuvieron que venir los equipos de desactivación de explosivos con sus inhibidores para neutralizar la deriva gravitatoria del término "nación" hacia ulteriores reclamaciones en pro de un Estado soberano, propio y exclusivo. Así que todo parecía, incluso dentro del PSOE, un delicado encaje de bolillos, a la búsqueda de equilibrios lingüísticos siempre inestables, necesitados de ser reconstruidos después de cada uno de los sucesivos pronunciamientos contundentes de los constitucionalistas, los historiadores, los presidentes de las comunidades resistentes al zarandeo por los vientos de la desintegración, los ministros competentes en asuntos de Defensa, Interior, Administraciones Públicas o Hacienda, los diputados con responsabilidades en la Comisión Constitucional o los miembros de la Comisión Ejecutiva o del Comité Federal.
De modo que, también en esta cuestión tan cargada referente a la "nación", sólo la polvareda inútil levantada por el maximalismo del Partido Popular ha inducido un reagrupamiento ocasional tanto de la dispersa hueste socialista como de sus afines parlamentarios. Se improvisaron unidades del dolor, se administraron cuidados paliativos, se aplicaron edulcorantes varios, configurando una panoplia de recursos que buscaba sobre todo efectos anestésicos. Pero, una vez más, se comprobaba que hay verdaderos especialistas en la difusión ambiental del vértigo. En esta ocasión, el pánico o la lucidez vienen de la boca del irrepetible Pasqual Maragall quien declara con palabras meditadas y corregidas, que deben suponerse por completo ajenas al calentamiento momentáneo, su empeño en hacer realidad un sueño del catalanismo, que se diría de vejez muy relativa, salvo que se optara por anacronismos intencionados que derivaran en nacionalismo o por inventar directamente la tradición en línea con Eric Hobsbawm.
Por fin, contra todos los indicios disponibles, que más arriba se han apuntado, Maragall pronostica el reconocimiento por las Cortes de una nación catalana con dimensión de Estado, lo cual parecería una demostración de optimismo antropológico sólo equiparable a las que prodiga el presidente Zapatero. Pero lo mejor es que Maragall con ese arte especial que tanto se aprecia en Madrid recurra a una expresión castiza, al borde de la más elegante indolencia, para añadir sin molestarse en mayores precisiones que hay que cambiar más de cuatro cosas de la Constitución. Claro que, después de todo ese recorrido tan arriesgado y de haber acudido incluso al Barça, el president se alivia diciendo que si al final no hubiera Estatut ni se sentiría obligado a ir a elecciones, ni a rasgarse las vestiduras. Acabáramos.
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