Otra forma de tontería
Nuestra capacidad para la tontería es casi infinita, así que es natural que la tontería inunde el mundo. No es seguro que merezca la pena luchar contra ella, sobre todo porque cabe la posibilidad de que, suponiendo que a base de mucho esfuerzo consiguiéramos suprimir una minúscula porción de tontería, al instante siguiente la misma porción reapareciese, metamorfoseada, en algún otro sitio, como si el mundo necesitara albergar siempre una determinada cantidad de esa materia común para preservar su equilibrio inverosímil. Pero lo que quizá no es inútil -y sí, en cambio, bastante entretenido- es catalogar las formas casi infinitas de la tontería. Últimamente, no sé por qué, he reparado en una de ellas; paso a ilustrarla con tres anécdotas en el fondo casi idénticas.
Uno. Un día de 1911 Julio Camba paseaba por una calle de Londres cuando fue abordado por una señorita que le preguntó si era antiviviseccionista. Ofreciendo la mejor de sus sonrisas, Camba contestó: "Francamente, señorita, que yo sepa, no". De esta respuesta dedujo la señorita que Camba era viviseccionista, le acusó de crueldad, le preguntó si no le daba lástima lo que hacían con las ranas y los conejos. Avergonzado, Camba no se atrevió a contestar la verdad: que por los conejos sentía cierta simpatía, pero que por las ranas su desprecio no podía ser mayor, de manera que le importaba un comino lo que hicieran con ellas; lo único que se atrevió a decir fue: "¿Usted cree de verdad que yo soy un hombre cruel? Usted no me conoce. Yo soy un sentimental, señorita". No sirvió de nada: al cabo de un rato, durante el cual la señorita lo adoctrinó sin piedad acerca de los horrores del viviseccionismo, Camba acabó firmando un papel y pagando dos chelines, lo que le convirtió en socio de la Sociedad Antiviviseccionista y le condenó a sentirse atrozmente culpable cada vez que en un restaurante le servían una ración de conejo.
Dos. A mediados de los años ochenta compartí un piso en Barcelona con el pintor David Sanmiguel. En aquel antro cochambroso apenas había dinero para comer, ni siquiera para ir al cine, así que nos pasábamos los días encerrados, trabajando para engañar el hambre. Una tarde llamaron a la puerta; Sanmiguel fue a abrir y al cabo de varios minutos irrumpió en mi habitación y me mostró un extraño aparato de goma en forma de nabo; a continuación, con un entusiasmo desproporcionado, me explicó que aquel objeto incomprensible servía para evitar que salpicase el agua del grifo, me explicó su funcionamiento, se aplicó a convencerme de que era imposible llevar una vida digna sin su concurso, declaró que acababa de comprárselo a una vendedora a domicilio por el precio irrisorio de 5.000 pesetas, más o menos el dinero que destinábamos a alimentarnos durante una semana; finalmente, ante mi silencio perplejo, hizo todo cuanto pudo por contener el llanto. Aquella fue una semana de ayuno riguroso, durante la cual empleamos la mayor parte del tiempo en ir de casa en casa tratando en vano de revender la goma en forma de nabo por un décimo del precio que nos había costado.
Tres. Ocurrió varios años después, en una pequeña ciudad universitaria del Medio Oeste norteamericano. Yo vivía solo; tenía el dinero justo para comer y para ir al cine; pero tampoco salía de casa, más que nada porque en invierno había tres palmos de nieve en la calle y en verano el calor era mortal (el otoño y la primavera habían sido suprimidos para no fomentar la alegría de vivir y su terrible corolario: la ociosidad). Un día, después de una semana sin salir de casa, llamaron a la puerta; abrí: era una chica de unos veinte años, rubia y sonriente, de ojos marrones, una preciosidad tan aparatosa que comprendí que se trataba de una aparición, y mi primer impulso fue arrodillarme, cruzar las manos, hacer acto de contrición, dar gracias a Dios y convertirme al catolicismo, pero cuando me convencí de que aquella criatura del cielo no era una aparición ya era demasiado tarde: había escuchado sus explicaciones sin entender una sola palabra y había dejado que se despidiera de mí sin invitarla a pasar pero no sin firmar un papel que ni siquiera había leído. Las semanas siguientes fueron espantosas, torturado como estaba por la posibilidad de haber firmado mi adhesión al Ku Klux Klan (o a una asociación que abogaba por el gaseamiento inmediato de todos los españoles residentes en Estados Unidos), hasta que al cabo de un tiempo comprobé con inmenso alivio que había empezado a pagar mi cuota mensual como miembro de Greenpeace.
¿Qué clase de tontería es ésta, capaz de atacar por igual a prosistas gratísimos, pintores de talento probado y sujetos sin personalidad? ¿Qué conclusión se puede sacar de todo ello? ¿Que la tontería, como el Espíritu, sopla donde quiere? ¿Que tiene razón Albert Camus cuando asegura que un hombre libre es un hombre que sabe decir no, y que no hay cosa más rara que un hombre libre? ¿Que no hay mejor vendedora que una bella señorita? ¿Que el gobierno tiene la culpa de la sequía? Francamente, no tengo ni idea, y estoy seguro de que si alguien lograra averiguarlo tampoco serviría de nada, porque nadie dejaría por ello de incurrir en esta forma de tontería. O, en su defecto, en otra.
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