_
_
_
_
LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Marte con pies de barro

NO LLEGÓ A ALCANZAR el encono de la "guerra civil de palabras" entre aliadófilos y germanófilos durante los años de la Gran Guerra; ni el grado de virulencia dialéctica que rodeó el debate sobre la permanencia de España en la OTAN a mediados de los ochenta; pero la tercera gran polémica que hemos mantenido en cien años sobre cuestiones relativas a la posición de España en la escena internacional -su papel en la guerra de Irak- a punto estuvo de escindir a la opinión pública en dos frentes de batalla: los que defendían que estábamos ante la gran ocasión de situar a España, sin complejos, en el lugar que le correspondía, y los que combatieron las razones que motivaban un compromiso tan firme en una causa tan oscura.

En medio de ese debate apareció por Europa -también, puntualmente, en España- un panfleto, obra de un publicista más altivo que sabio, Robert Kagan, que era poco más que la ampliación hasta cien folios de una metáfora que podía contarse en cien palabras: que por efecto de una larga siesta mecida por el bienestar y los cantos de sirena, Europa, antes segura de sí, conquistadora, se había convertido en Venus, a la par que Estados Unidos, triunfador primero del nazismo, luego del comunismo, se había transformado en Marte. Si Venus permanecía ensimismada en su belleza, despertaría algún día sumida en una inevitable decadencia como ya anunciaban los signos de vejez mostrados por Francia y Alemania. Marte, sin embargo, consciente de su fuerza y convencido de su razón, se aprestaba a culminar su recorrido triunfal completando la misión que el destino le había encomendado: extender la democracia por toda la faz de la tierra.

Reavivó aquel insignificante pero eficaz panfleto entre nosotros un viejo y muy arraigado complejo francófobo y se aplaudieron cosas como que España, por fin, se había sacudido la losa de dos siglos de proteccionismo francés; se celebró la llamada vocación atlántica de España, algo así como su destino manifiesto, a través de una alianza privilegiada con Estados Unidos, para colocarse a la cabeza del mundo hispano, incluyendo en ese mundo a los hispanos del Norte. El rápido triunfo en la no-guerra de Irak extendió entonces, entre el think tank que arropaba y jaleaba al anterior presidente del Gobierno, la euforia propia de quienes ven cumplidas las profecías que anuncian: habían ganado, Kagan tenía razón, Europa estaba vieja y Estados Unidos, antes infancia del mundo, se convertía ahora en su único futuro: no había más que ponerse a su escuela, aprender la lección y aplicarla.

Todo esto es de ayer mismo: no han pasado ni tres años. Pero, como todas, aquella borrachera ha tenido dos amargos despertares. Uno: Estados Unidos, lejos de crear un nuevo orden en Irak, ha sido causa de su desolación y ruina; dos, Estados Unidos ha sido incapaz de evitar una catástrofe humanitaria en su propio suelo. Caos y muerte en Irak, anomia y muerte en Luisiana: ninguno de estos dos fenómenos es para que nadie se frote las manos; los dos juntos son, por el contrario, causa de preocupación, no sólo por las vidas sacrificadas, sino porque esta doble muestra de debilidad de la gran potencia americana introduce, en un mundo ya complicado, un motivo suplementario de incertidumbre y desorden.

Pero que estas dos catástrofes, Irak y Luisiana, hayan ocurrido no quiere decir que fueran, ninguna de ellas, inevitables. En su dimensión final, ambas son resultado de la arrogancia de un poder tan embriagado de su propio triunfo que ha saltado por encima de las razones que lo hicieron posible. Ésta no es la América de Wilson, menos aún la de Roosevelt; ésta es la América de Bush y de la corte de neocon que, pretendiendo inaugurar un "nuevo siglo americano", han reducido el Estado a una potente máquina de guerra, sacudiéndole de encima la carga de todos los programas sociales y despreciando todos los compromisos para la construcción de un orden mundial justo y equilibrado: Marte, dios de la guerra, no puede haber más que uno.

Pero Marte tenía los pies de barro: por debajo de la máquina de guerra no hay más que vacío. Quizá el despertar a esta evidencia ayude -también, aunque por diferentes razones, a nosotros- a pensar de nuevo el Estado, a poner a buen recaudo a los profetas de su adelgazamiento como agente de bienestar social, y a dedicar una segunda mirada a lo que se nos puede venir encima si todo lo que no es maquinaria militar y policial se abandona a la mano ahora tan visible del mercado... o se dispersa y atomiza en fragmentos blindados.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_