Sobre el dictamen del Consejo Consultivo
El dictamen aprobado mayoritariamente sobre el proyecto de reforma estatutaria se inicia con un sólido resumen doctrinal del sistema constitucional autonómico vigente, que sirve de guía para un entendimiento correcto de los criterios básicos que justifican sus conclusiones sobre el grado de conformidad de dicha reforma a la Constitución; condición previa ésta para hacer posible el pacto político al que obliga el propio procedimiento de su aprobación en las Cortes.
La finalidad del dictamen no ha sido otra que pertrechar a la delegación catalana de razones que impidan un rechazo, no político, sino jurídico-constitucional y, por tanto, plenamente justificado e indiscutible.
El dictamen confirma lo esencial del texto originario del Institut d'Estudis Autonòmics y de muchas precisiones de los letrados del Parlament de Catalunya. Sugiere a éste correcciones que ayuden a los diputados de Madrid. Ha basado sus argumentos, en pro o en contra, en 25 años de jurisprudencia consolidada del Tribunal Constitucional (que forma parte interpretativa, con valor de norma, de la Constitución) y de la propia doctrina del Consejo Consultivo, tenaz y rigurosamente elaborada durante un cuarto de siglo. Realiza un cuidadoso ejercicio de microcirugía jurídica analizando cada una de las disposiciones y distinguiendo con agudeza lo que, a menudo, los autores de la reforma confunden o sitúan fuera del ámbito preceptivo.
El dictamen ha optado por interpretar las disposiciones de la reforma con frío rigor objetivo, a la luz de la Constitución, más que interpretar la Carta Magna de forma voluntarista
En ciertos asuntos, el dictamen es audaz en una línea progresista y da fórmulas para lograr acuerdos innovadores con los que en las Cortes se muestren reacios a un mayor autogobierno catalán. Pero, por otro lado, se recomienda al legislador de aquí que no imponga obligaciones al Estado ni dé por válidas y eficaces normas propias que requieren antes cambios legislativos o, incluso, la reforma constitucional, pues el estatuto de autonomía de una nacionalidad es norma particular y no general respecto a la Constitución, y jurídicamente subsidiaria de ella y no soberana.
Esto, tan obvio, parece que haya sido olvidado una vez más, como en otras épocas históricas porque, en último término, nuestros estatuyentes de hoy pueden haber incurrido en las mismas contradicciones de los años 1918 y 1931. Las dos veces se pretendió aprobar un estatuto autonómico como si fuera la constitución de un Estado federado, sin esperar a que existiera una constitución española federal, para que así la catalana fuese compatible con la que constituiría la federación.
Por eso, razones políticas aparte, no prosperaron los proyectos estatutarios de ambas fechas, y sí, en cambio, el Estatuto actual. Los catalanes que hicimos la primera constitución autonomista y abierta a un futuro Estado federal, con el apoyo decisivo del socialismo español, construimos antes el marco en el que cupiera el cuadro del estatuto que ambicionábamos. Ahora, al no anteponer la reforma constitucional federante a un estatuto que se ha pensado en cierta medida con categorías propias de un Estado ya federado, no tiene sentido ni posibilidad alguna pretender todo aquello que no se adecua al marco de la Constitución actual. De ahí la trascendencia del dictamen mayoritario. Ha recordado algo que los diversos estudios previos al impulso de reforma advirtieron claramente y que todos los partidos sabían. Pretender de hecho una reforma constitucional por vía estatutaria es algo inútil y un buen argumento (como en el plan Ibarretxe) para negarse a un pacto político. Es dar armas a los jacobinos de todo pelaje.
El dictamen, en su contenido mayoritario, ha optado por interpretar las disposiciones de la reforma con frío rigor objetivo, no carente de flexibilidad, a la luz objetiva que alumbra la primera y decisiva puerta de las Cortes, o sea, la Constitución, más que interpretar ésta de forma voluntarista para ver si cabe en ella lo que no puede caber si no se cambia; como si el marco de nuestro cuadro no fuera de madera, sino de goma. De todos modos, lo bello del conjunto del dictamen (incluidos, por tanto, sus votos particulares en contra) es que da argumentos útiles para los políticos más intransigentes y menos negociadores en Madrid y otros para los que aspiran a lograr el pacto al que obliga el procedimiento previsto para la aprobación de la reforma. No se trata de dos dictámenes en el que uno gana al otro por 4 a 3 (como si se tratase de un partido de fútbol) y que no obliga a nada ante tan pequeña diferencia de opiniones (o goles, de seguir en el símil). No es cuestión de tantos, sino de peso argumental y de su utilización política.
Quien quiera traspasar la puerta de las Cortes y empezar a negociar cuenta con los argumentos precisos. Quien no lo quiera, también. Hay sitio para la rauxa y para el seny de los catalanes. Pero debiera predominar la ecuanimidad en los partidos y anteponer el interés de la generalidad al de la particularidad. Y ya que he mencionado lo de ser ecuánime, permítaseme una evocación personal nostálgica. Admirado como estoy por el alto nivel del dictamen en su totalidad (votos particulares incluidos) y conmovido por su importancia histórica,que tanto me hubiera gustado compartir con mis antiguos y nuevos colegas del Consejo Consultivo, recuerdo que, al dejarlo, el entonces presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, tuvo la generosidad de referirse públicamente a mi ecuanimidad. ¿Me valdrá ese reconocimiento para que se incluya en ella la que he pretendido mantener en este modesto dictamen sobre un gran dictamen?
J. A. González Casanova fue miembro del Consejo Consultivo desde 1981 hasta 2001.
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