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Columna
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Un mundo nuevo

Conocí a mi padre por la videoconsola. La primera vez que le vi, tan paternalmente virtual, me inventé una madre para que no estuviese solo. Por supuesto, jugué interactivamente a problemas familiares, que procuré no fueran más allá de alguna discusión sin importancia. No accedí a los niveles de auténtica violencia doméstica, sino que me inventé recuerdos de una infancia idílica, que recogían imágenes de la primera vez que había visto el mar, unos paseos en bicicleta con un perro digitalizado, fotos de mis cumpleaños, y cosas así. Además, obsequiaba a la gente ofreciéndoles un caramelo pixelado, y hacía amistades que podían ir más allá de la pantallita para jugar. Claro que no pude evitar la zozobra de la adolescencia, durante la cual utilicé la consola para navegar por mares peligrosos, buscando cantos de sirena por los barrios portuarios más oscuros de la Red.

Acabé construyéndome una compañera virtual de videoconsola con un programa pirateado que me había dejado un amigo mío. La cosa no prosperó, le dije que me parecía fría y que lo nuestro no tenía futuro. Por otro lado, tampoco me sentía falto de compañía, tenía suficiente con ver los cochecitos sin rostro compitiendo con el mío, o manteniendo escuetas conversaciones en grupos de correo dedicados a los videojuegos, y no quería establecer relaciones íntimas, la única prioridad era pertenecer al colectivo. Había muchos otros como yo, y, en cierto modo, formábamos una familia.

Pronto toda la comunidad se metió de lleno en un juego realmente interesante: construir un mundo nuevo. De todas las versiones de mundos que se hallaban en el mercado negro, hicimos una selección de los submundos que más nos interesaban, hasta que tuvimos listo el mundo que nos pareció más atractivo. Hay que decir que no siempre tratábamos nuestro mundo de una forma bondadosa. Como dioses que éramos, a veces lanzábamos sobre la población terribles huracanes, o hacíamos desplomarse los aviones de pasajeros, así, con apretar un botoncito. Generalmente, nos limitábamos a tirar bombas, organizar guerras, o cometer simples asesinatos, porque, dentro del contenido general de los videojuegos, éstos eran los más numerosos y los que más nos divertían.

Llegó el momento en que hasta eso nos aburrió. Sin embargo, no fuimos capaces de destruir las civilizaciones que habíamos creado, así que inventamos un programa gracias al cual podrían continuar desarrollándose en la PSP, como seres libres e independientes, mientras un generador les proporcionaba la energía de minúsculos soles con sus galaxias, rodeadas por un universo del tamaño de una bolsa de la compra. Desde ese momento, eran dueños de sus propios destinos, y nosotros, los dioses, podíamos dedicarnos a jugar a otras cosas.

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