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Columna
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Asuntos menores

Todos los días no podemos, ni es aconsejable para la salud, estar instalados en los pronombres de las cosas, que decía el poeta, en las grandes cuestiones que nutren el discurso y la agenda de nuestros gobernantes y teósofos. El agua, el estatuto, el delirante precio de la vivienda o la crisis industrial y el más allá, por citar unos ejemplos. De vez en cuando conviene hacer una pausa y mirar a nuestro entorno más inmediato, que es el urbano, tal cual, y no el urbanístico, que ese ya es un asunto mayor, propicio a la discrepancia, cuando no a la polémica y muy a menudo al insulto claro y raso por el desmán cometido. Hoy y aquí sólo vamos a glosar dos asuntos menores que se padecen en la calle y se perciben en las protestas de los vecindarios más cívicos, tanto de la capital como de todas las urbes valencianas.

Asunto, aunque quizá no tan menor por su dimensión sanitaria, es el de las meadas en espacios públicos. Ya sea por una epidemia de carácter urológico, gamberrismo, moda o permisividad, lo cierto es que calles, plazas y farolas suelen convertirse los fines de semana en mingitorios donde campan el desahogo y el impudor. Fenómeno al que, en pleno proceso igualitario, se han sumado las damas, no se si por la laxitud de costumbres o gesto reivindicativo. En el caso del Jardín del Turia, esa maravilla verde y botánica, la corruptela es tan exagerada que, en determinados tramos, la flora y sus aromas es neutralizada a diario por la peste de esta fauna. Algo podría hacer a este respecto el Ayuntamiento, que ni cumple sus funciones de policía ni instaló los urinarios correspondientes en el viejo cauce. ¿Acaso cree que los miles de paseantes y deportistas son fisiológicamente distintos?

La otra peste, pero ésta cromática, por describirla de algún modo, es la perversa afición a embadurnar fachadas y puertas, sin indultar las piedras seculares, con pintadas vandálicas. Una práctica que se ceba, precisamente, en los barrios más degradados, acentuando su imagen deprimente y desalentando los propósitos rehabilitadores de los inmuebles. ¿Para qué esforzarse en la mejora y embellecimiento si una patulea de bárbaros imberbes e impunes ha de malograrlo apenas hecho? Ya se cruzan apuestas sobre cuánto durarán vírgenes los venerables muros de la Casa de les Roques, de Valencia, recién recuperada. Tanto como se tarde en quitarle la protección. ¿A quién le incumbe meter en cintura a esta horda de adolescentes armados con aerosoles y amparados por la nocturnidad?

Un rayo de esperanza alborea. Piensa uno que las cosas pueden cambiar en Valencia de cara al jolgorio mundial de la familia católica, con asistencia del Papa, previsto para 2006, seguido de las no menos mundiales regatas de la Copa América, en 2007. Aunque los hábitos cívicos se adquieren a velocidad geológica, es pensable que doña Rita, la alcaldesa, encuentre la manera de apremiarlos. Más escuela, mano dura, sanción social, algo. Si para entonces la inverosímil población canina aprende a defecar en los puntos que tiene reservados cabe hasta que la ciudad huela a otra cosa. ¿Recuerda alguien cuando estaba impregnada de azahar y huerta?

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