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62ª MOSTRA DE VENECIA

Laurent Cantet viaja al fondo de la miseria

Enric González

Ricardo Ortega fue un gran periodista de guerra. Murió en Haití el 7 de marzo de 2004, tiroteado por un esbirro. Si Ricardo Ortega estuviera vivo, habría visto Hacia el sur y, muy probablemente, habría apreciado esa mirada oblicua sobre la miseria. Haití es un país infeliz, uno de los pozos oscuros del mundo. La gracia del director francés Laurent Cantet consiste en combinar todas las escalas de la miseria: ser pobre y vivir bajo una de las peores dictaduras es muy desaconsejable; también lo es padecer la soledad y el envejecimiento en un país rico. Hacia el sur, proyectada ayer en la Mostra de Venecia dentro de concurso, no es una gran película. Pero rebosa inteligencia.

En esta ocasión, el turismo sexual lo practican las mujeres. Mujeres solas, acomodadas en el bienestar material y en una profunda desgracia, que buscan en los jóvenes negros haitianos "cercanos a la naturaleza" el sexo, la pasión y la ternura que la posmodernidad occidental olvidó hace tiempo. Cantet, inspirado en varias obras de Dany Laferrière, cuenta la historia de un grupo de señoras que acuden a un hotel cercano a Puerto Príncipe en los años ochenta, durante el siniestro capítulo final de la dictadura de los Duvalier y de sus tonton-macoute, ansiosas por gozar de un poco de juventud y de vigor y enamoradas, a su manera, de un muchacho apolíneo que vive de sus encantos físicos.

En Hacia el sur no se hacen juicios ni se formulan moralejas. La indecencia resulta evidente; la responsabilidad, salvo en lo que atañe al régimen político (culpable sin atenuantes), se distribuye a partes iguales entre los gigolós locales, las turistas ansiosas y los ciudadanos que soportan en silencio una situación insoportable. Charlotte Rampling, a la que un día habrá que homenajear por su empecinamiento en participar en proyectos audaces, marginales y comercialmente discutibles, encarna a la abanderada de las semiancianas del norte. Lo hace tan bien como era de esperar.

Ricardo Ortega informó desde Chechenia, desde Afganistán y desde otros pantanos de maldad y solía quejarse del maniqueísmo informativo. Nunca confundió pobreza con bondad o riqueza con maldad. Se habría reído de esas señoras de Boston o Londres que buscaban en el Haití de Duvalier cuerpos suaves y vigorosos, pero, insisto, habría apreciado los méritos de Hacia el sur.

La otra película de concurso fue El fatalista, del portugués João Botelho, una extraña road movie inspirada en la obra homónima del enciclopedista Diderot. Digamos, por simplificar, que se trata de algo parecido a unas Amistades peligrosas desarrolladas en mesones mugrientos. Los personajes cuentan su historia, y las historias de otra gente: aventuras rijosas, venganzas sentimentales y anécdotas surrealistas se suceden como en unas Mil y una noches de poblacho portugués. Los actores son en su mayoría semiprofesionales, los decorados son pobres y el presupuesto tiende a cero. La propuesta tiene su encanto.

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