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Columna
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Un mundo rico y vulnerable

Lo que se ha vivido en Nueva Orleans durante la última semana es la cruenta mezcla argumental de todas esas películas que auguran un futuro catastrófico para la Tierra. El pasado martes, el huracán Katrina se abatió sobre Luisiana y desde entonces Nueva Orleans se ha convertido en un escenario apocalíptico donde el Estado apenas existe, se amontonan los cadáveres, las calles se convierten en montañas de escombros, prosperan los saqueadores y se organizan bandas armadas en lucha contra la autoridad. Miles de personas vagan por una ciudad destruida. Faltan la comida, el agua corriente y unas mínimas atenciones sanitarias. Las informaciones difundían relatos estremecedores de una ciudad sin ley, en la línea de esa ciencia ficción que gusta de presentar el futuro de la humanidad como algo dantesco, y donde al drama desencadenado por un huracán habría que añadirle la aparición de despóticos poderes callejeros.

Cuesta creer que todo esto ocurra en Estados Unidos, nación no sabemos si modélica, pero al menos así presentada en tantos ámbitos. El prestigio del gigante estadounidense está quedando hecho jirones. Y no se trata sólo de que sea vulnerable al terrorismo internacional o que, como ahora, padezca desastres naturales que convierten sus ciudades en aldeas tercermundistas (incluso los últimos comicios presidenciales revelaron la patética artesanía de su sistema electoral), sino que se trata, sobre todo, de reconocer en el espanto que vive ahora una porción de ese país la configuración premonitoria de nuestra propia vulnerabilidad.

Las sociedades subdesarrolladas son frágiles, débiles, sensibles a las enfermedades o a las catástrofes naturales, y sensibles, desde una perspectiva social, al despotismo, la ineficacia y la violencia. En cambio, nosotros, los habitantes de las sociedades desarrolladas, habitamos en el seno de un sistema presuntamente sólido, pero cuya consistencia puede diluirse ante la más mínima perturbación en el delicado mecanismo de equilibrios que lo gobierna. Las sociedades desarrolladas se componen de un número infinito de piezas perfectamente encajadas, piezas que se mueven de forma sincronizada y que funcionan de modo admirablemente eficaz. Las vías de comunicación, el sistema sanitario y educativo, el suministro de distintas energías, la organización jurídica, industrial o financiera, son distintos órganos de un cuerpo social muy complicado.

Claro que, en ese mecanismo sincronizado, no sólo no falla ninguna pieza, sino que ninguna puede fallar porque si una de ellas lo hace, al menos con la suficiente gravedad, sobrevienen la catástrofe y el caos. Las sociedades pobres son vulnerables porque aún confían buena parte de su funcionamiento a la precaria protección que las personas y los grupos pueden darse a sí mismos. Pero la sofisticación que ha alcanzado el mundo desarrollado guarda otros peligros y con ellos una enorme fragilidad: la sensación de que el caos, de producirse, podría alcanzar proporciones incontrolables. Vivimos en una sincronía perfecta de servicios públicos, modelos culturales, instrumentos financieros. Bastaría un corte general y prolongado de agua corriente o luz eléctrica para paralizar toda una ciudad.

Algo de eso ocurrió en Londres, con los atentados del metro, cuando la paralización de varias líneas del servicio sumió a toda la zona metropolitana en el caos. Y eso ha ocurrido ahora, de forma mucho más grave, en Nueva Orleans; basta que a la catástrofe natural le ha acompañado la ausencia de policía para que la ciudad entera haya regresado a la jungla.

La nuestra es una sociedad tan sofisticada que resulta extremadamente frágil. Y eso alimenta las hipótesis de la ciencia ficción catastrofista, pero también las catástrofes concretas que padecemos. Basta pensar en un masivo bloqueo informático, en un inesperado acaparamiento de reservas petrolíferas, en una crisis global de confianza en el sistema bancario, para comprender que el mundo entero podría regresar, en cuestión de días, a una prehistoria atroz donde cada ser humano se vería en la necesidad de confiar sólo en sus fuerzas.

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