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Columna
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Redundancia

Enrique Gil Calvo

El verano ha transcurrido con su cosecha de víctimas causadas por incendios o accidentes y todo vuelve a estar exactamente igual que antes. O incluso un poco peor, ya que el tiempo pasa y nadie hace nada por rectificar. La sequía continúa agotando el agua sin que ninguna autoridad parezca interesada en racionarla, pues ni siquiera se evita el visible escándalo de regar con agua potable ociosos campos de golf. Servicios públicos esenciales, como la enseñanza y la sanidad, se hallan también a la espera de soluciones que resuelvan sus clamorosas deficiencias, lo que resulta imposible por el enfrentamiento entre el Estado y la Iglesia (en el caso de la enseñanza) y entre el Gobierno y las autonomías (en el de la sanidad). La reforma del Estatuto catalán, que se había dejado para septiembre, parece hoy todavía más imposible que en junio, mientras los responsables de su bloqueo continúan culpando a sus socios o rivales a la espera de hacerla fracasar. La oposición persiste en culpar al Gobierno de todo cuanto acontece con razón o sin ella, tratando de obstruir su acción a la espera de que el escándalo crezca y el clima de opinión se vuelva en contra de Zapatero. Y por su parte, el paralizado Gobierno tampoco hace nada más que convocar diálogos a múltiples bandas, a la espera de que los problemas se resuelvan por sí solos como por arte de magia.

Pero nada de esto parece preocupar a nuestros políticos, que, a juzgar por sus declaraciones, se hallan completamente satisfechos de sí mismos como si también para ellos se cumpliera el perverso axioma de que cuanto peor vayan las cosas, mejor que mejor. Lo cual parece lógico en quienes están en la oposición, pues el aprovecharse de los males públicos les brinda la oportunidad de socavar al Gobierno. Pero es que también parecen encantados de que les crezcan los problemas a quienes ocupan el poder, como si se creyeran héroes de película que necesitan la presencia del mal para hacerse valer. Y esta especie de deformación profesional se debe a la democracia mediática, que ha desnaturalizado la función de los políticos. Ahora ya no son servidores públicos, encargados de que los servicios funcionen bien, sino personajes mediáticos, encargados de protagonizar algún papel ocupando todo el espacio que puedan en el escenario audiovisual. De ahí que para ellos cualquier ocasión es buena para convocar una rueda de prensa haciendo declaraciones a los medios donde escenifican el melodramático conflicto que les enfrenta a sus antagonistas. Y como sólo son noticia las malas noticias, cuanto peores sean los problemas públicos, mejor para nuestros políticos, pues así salen más por televisión poniendo cara de circunstancias para poder insultar a sus rivales a conciencia. Así lo hemos podido ver durante todo este aciago verano.

Ahora bien, todo esto tiene un problema, y es el de la redundancia, que termina por anular la capacidad de interesar. Tanto abusan los políticos de su permanente ocupación del escenario mediático que al final acaban por aburrirnos. Recuérdese el cuento del pastorcito y el lobo: la primera vez que dio la falsa alarma, el pastorcito engañó a todos; pero tanto abusó de su engaño que al final, cuando la alarma fue de verdad, nadie le creyó y el lobo se comió a todos. Es lo que les pasa a los actuales políticos de la oposición, que ya no engañan a nadie porque siempre están dando la falsa alarma por los presuntos desmanes de Zapatero, a quien acusan de lobo con disfraz de cordero. Y esto no sucede sólo con los pastorcitos Acebes y Zaplana, sino con el propio Rajoy, cuyas críticas al Gobierno se han hecho tan redundantes que ya está perdiendo su anterior credibilidad. Puede que Rajoy tenga razón cuando denuncia la falta de liderazgo y de estrategia de Zapatero, acusándole de confundir el fin del que carece (sus desconocidos objetivos estratégicos) con el método con que lo busca (que es el diálogo interminable). Pero a la vez que dice esto, Rajoy acusa también a ZP de toda clase de vicios y defectos tan increíbles como imaginarios. Y tan redundante se muestra Rajoy que pierde toda su posible razón.

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