Princesas de la calle
La amistad entre dos prostitutas, una española y una latinoamericana, es el eje de 'Princesas', la última película de Fernando León de Aranoa. El propio director relata cómo se documentó para contar su historia.
Dana se muere de risa mientras hace equilibrios sobre la línea discontinua de la carretera, colocando un pie delante del otro como en un juego infantil, los brazos extendidos a los lados, inestable y hermosa. Camina con dificultad sobre dos enormes zapatillas doradas de plataforma, dando traspiés sobre la movediza fragilidad de sus veintitantos años desnudos, la piel casi transparente de tan blanca, como la de las princesas en los cuentos. A punto está Dana de caer de la línea pintada en el suelo, quién sabe a dónde. Recupera entonces el equilibrio con una pirueta que sus compañeras aplauden ruidosamente desde la cuneta, más por calentarse las manos que por otra cosa, que el frío es cliente habitual en octubre. Dana les saluda con una graciosa reverencia convirtiendo la Casa de Campo por un momento con su gesto en bosque encantado y luego les grita algo en búlgaro; algo que hace reír a sus amigas y que por más que les preguntamos, se niegan a traducirnos.
Es final de mes y se nota en el tráfico, en realidad en su ausencia. Las chicas se quejan de que apenas hay clientes mientras se dan palmadas en los brazos y las piernas para entrar en calor, sentadas ya en la furgoneta. Pertenece a Hetaira, un colectivo formado por voluntarias que lleva años trabajando por los derechos de las prostitutas. Aquí se sienten cómodas, se descalzan, aprovechan para recomponerse el maquillaje, tomar un café y desahogarse.
Es Daisi, una chica ecuatoriana, la que nos habla de las detenciones, tan frecuentes. De lo fácil que resulta para ellas pasar una noche en la comisaría. Dice que no roban a nadie ni hacen ningún mal, nos pregunta por qué no les dejan en paz. Daisi tiene una sonrisa indestructible, asegurada a todo riesgo, y una cartera de la que saca las fotografías de sus dos hijas, un trocito de esperanza plastificada en tres por cuatro que muestra a las otras con indisimulado orgullo mientras habla. Poco después una pequeña marea de fotografías arrugadas vuela de mano en mano, las carteras y los corazones abiertos sobre la mesa pequeña de formica; vuelan con ellas las risas y los comentarios, ésta es la menor, se parece mucho a mí, ¿a que está guapa con ese abrigo azul?
El corro se agranda y se hace pequeño a la vez en los espejos retrovisores de la furgoneta; detrás queda otra vez la emoción, los ojos brillantes de Daisi y las otras, toda esa ausencia compartida.
El recorrido de este jueves, como los anteriores, es para mí además parte del trabajo de documentación para Princesas, la película que escribo en esos días. Quiero hacerlo desde la mirada de las chicas, no desde los ojos de los clientes para los que interpretan su papel, tan conocido. Lo importante sucede luego, cuando dan la espalda al coche, se vuelven hacia una compañera y hablan con ella del tiempo, la ropa, su fin de semana; de sus hijos, sus amores, de lo que la vida tiene aún reservado para ellas.
En los ojos, en la risa de las chicas con las que hablamos, en sus secretas historias de esperanza y lucha busco los ojos y la risa de Caye y Zulema, su historia, su forma de ser, de escuchar, de mirar la vida; busco lo que tienen en la cabeza, en el corazón; lo que no tienen pero querrían tener.
Caye y Zulema: dos mujeres, dos putas, dos princesas.
Ellas aún no lo saben, pero me acompañan cada jueves a la Casa de Campo. Apenas existen aún, son sólo cuatro renglones en un papel, casi un plan; un viaje apenas iniciado hacia la pantalla de un cine, el aliento de una posibilidad.
Caye cuenta el mundo desde su rincón, el que le han dejado. Tiene un pie en la realidad y otro en su realidad, que tiene las paredes empapeladas de colores. En su rincón no entran los dragones ni las pesadillas. Es un lugar acogedor para ella; falso, pero seguro. La prostitución es algo provisional, viene siéndolo los últimos cuatro años, ¿o son ya cinco? A veces tiene nostalgia de cosas que todavía no le han pasado y lo que más le gustaría en el mundo es que un día le fueran a buscar a la salida del trabajo, aunque por el momento lo tiene difícil.
Tiene tantos blindajes como sus pequeñas manos han podido levantar a su alrededor: un castillo impenetrable y subterráneo, un almacén secreto al que se accede por pasadizos que sólo ella conoce y en el que guarda el tesoro de su fragilidad, lo que se calla, lo que desea y lo que le avergüenza; todo lo que le habrá de suceder un día.
En él Caye deja entrar un día a Zulema, una inmigrante latinoamericana. Todo en Zulema es provisional aquí. Se deshace cada dos viernes en los locutorios cuando escucha la voz de su hijo, tan lejos, y cada dos viernes se recompone de vuelta al colgar el teléfono. Siente como si llevara la diferencia horaria con su país metida dentro, por eso llora a veces a destiempo, cuando no toca. Se mueve por la ciudad con la discreta elegancia de los que son perseguidos: pisa Zulema con los dos pies en la realidad y lo hace con cuidado, para no tropezar.
Princesas es la historia de su amistad. En ella encuentran las dos un refugio temporal, un lugar tranquilo en el que sentarse a conversar con desacostumbrada ternura y reírse, de todo y de nada en concreto. Fuera quedan hoy la culpa y los pasos en falso, el dolor, las preguntas.
Deben mucho a Daisi, a Dana, a Jessica, que pintó una vez en una pared tres superheroínas de película americana, tan frágiles, tan fuertes se ven a sí mismas. Como ellas, se cambian a veces en los portales, en las cabinas. Como ellas tienen dos identidades, dos nombres, dos vidas. La real y la que nadie conoce, que también es real.
Andrea sabe mucho de eso. Es eslava, pero habla español con un dulce acento venezolano. Lo aprendió viendo La Gata Salvaje, una telenovela que causa furor entre las chicas aquí. Hoy Andrea está enfadada. No hace mucho la grabaron con una cámara oculta para un programa de televisión y eso le está dando problemas en su vecindario. Son varias las personas que en el ascensor le dicen ya te vimos el otro día en la tele, y aunque ella sonríe educadamente y baja la mirada como si fuera un cumplido, sabe bien que no lo es.
Alicia escucha a la eslava en silencio, mientras toma un café a su lado, sentada en la furgoneta. Alicia es de Moratalaz y no se lleva bien del todo con las de afuera. Trabaja a tiempo parcial limpiando edificios de oficinas para una empresa de contratas. Comparte una habitación en La Elipa con su novio, aunque está deseando encontrar otra cosa. La dueña de la casa le corta el agua por las noches para que no se pueda duchar cuando regresa de trabajar, dice que molesta a los otros inquilinos. Si hay algo que Alicia odia es meterse en la cama sin ducharse cuando regresa de la Casa de Campo.
Tiene problemas con las de fuera. Se visten como putas, dice, aunque admite que trabajan más que ella. Sostiene que es por el acento, por eso a veces lo imita. Alarga las eses, suaviza las erres cuando se acerca a los coches; se hace, confiesa, la rusa. La mirada se le entristece después, cuando baja un poco la voz y, más para ella misma que para nadie, admite que se siente mal haciéndolo, porque a veces se le olvida mantenerlo hasta el final y eso, claro, le da problemas.
Mientras la escucho veo a Dana, la funambulista búlgara, haciendo equilibrios aún sobre el asfalto de la Casa de Campo; alguien le grita algo desde un coche y ella se vuelve, le manda un saludo a su madre, esta vez en perfecto castellano y sin perder del todo el equilibrio, con la gracia y el indudable estilo del que está acostumbrado a evitar las caídas.
Lo que aparece reflejado en el espejo está más cerca de lo que parece, advierte una inscripción pequeña, medio borrada ya, en los retrovisores de nuestra furgoneta. Conmigo se vienen Caye y Zulema, un poquito más reales ahora, más fuertes, más frágiles. Detrás quedan otra vez los equilibrios de Dana, la indignación de Andrea y su acento okey bien chévere de Gata Salvaje, borrosas ya las elegantes siluetas entre las luces indiscretas de los coches, arqueadas entre ellos como preguntas, paseando su suerte por las cunetas, unas por la Casa de Campo, otras no, todas por su cuerda floja, inestables, valientes, hermosas.
'Princesas' se proyecta actualmente en cines de toda España.
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