El refugio se convierte en una pesadilla
Los hacinados en el Superdome denuncian que sufren peores condiciones que en la cárcel
Primero se llevaron a los enfermos y los discapacitados. Pero el miércoles por la tarde, cuando empezó la lenta evacuación del Superdome, no siempre era fácil distinguirles entre los 20.000 o más refugiados de la tormenta que llevaban días sumidos en el insoportable calor y hedor del estadio, sin bañarse, exhaustos y hambrientos.
Se habían amontonado en las rampas y los corredores sombríos del Superdome, se habían repartido sobre su vasto césped artificial, se habían dejado caer formando pequeños grupos familiares en los lujosos asientos de color naranja y violeta que suben hasta lo alto de la cúpula.
Habían acudido al estadio en busca de refugio de los vientos y las aguas del huracán Katrina. Pero el estadio, escaso de personal, mal provisto y sin aire acondicionado ni iluminación suficiente, se convirtió rápidamente en una bóveda sofocante y surrealista, un lugar lleno de retretes atrancados y sin duchas. El agua, la comida, las mantas y las sábanas escaseaban. Y los reacios habitantes de la cúpula se contaban entre sí historias de miedo, incluidas noticias -que las autoridades no podían confirmar- de un suicidio y varias violaciones.
El estadio se convirtió rápidamente en una bóveda sofocante y surrealista
El miércoles, el hedor era insoportable. En la entrada principal, bajo el sol abrasador, se pudrían en grandes bolsas de plástico blanco montones de basura que asfixiaban a los recién llegados al entrar en el estadio, después de que les rescataran de tejados y balcones.
El olor que salía de los retretes era todavía peor. La basura se desparramaba por pasillos y corredores, que resbalaban porque estaban llenos de barro maloliente y restos de comida.
"Nos están tratando como si fuéramos animales", decía Iiesha Rousell, de 31 años, en paro después de trabajar cuatro años para el Ejército en Alemania, empapada de sudor, incapaz de contener su furia y su decepción por no contar más que con la vigilancia de los miembros de la Guardia Nacional y ninguna información sobre lo que les esperaba.
Dentro del estadio, les decían a los refugiados que, por su propia seguridad, no podían salir -las aguas llegaban a una altura de 1,20 metros en el muro exterior-, y muchos decían que era como una prisión.
Michael Childs, un pintor de brocha gorda de 45 años, iba más allá. "Es peor que una prisión", decía con cierto conocimiento sobre la materia, dado que había pasado tres meses en la cárcel del distrito de Orleans por conducir bajo los efectos del alcohol. "En la cárcel hay un sitio para orinar y otras necesidades. Aquí, no hay agua, ni retretes, ni luz. Cosas que sí hay en la cárcel".
En el centro de la cúpula, el campo parecía un hospital de campaña lleno de bajas de una gran batalla. Las familias se apiñaban sobre trozos de cartón y láminas de vinilo arrancadas de las paredes del estadio. La desesperación se palpaba en el aire. Danielle Shelby tiró del brazo de un periodista. "Tengo una hija minusválida. Está ahí con su silla de ruedas. Tiene calor. No tenemos agua. Tengo miedo de que le dé un ataque". Otros se amontonaban. "He estado en la cola de la comida dos veces, y al llegar, siempre me dicen que no queda nada", decía Juanita McFerrin, de 80 años. "Mi marido tiene cáncer", decía otra mujer. "Le está faltando su tratamiento".
Había casos peores. Rousell recordaba haber oído un golpe fuerte, el martes, cuando el cuerpo de un hombre cayó sobre el cemento, al borde del terreno de juego, en un salto suicida después de haberse enterado, por lo visto, de que su casa había quedado destruida. Varios residentes dijeron que les habían hablado de violaciones de niños, aunque no estaba claro que nadie hubiera denunciado los hechos a las autoridades, ni se podía encontrar a nadie que lo confirmara.
Darcel Monroe, de 21 años y cajera en una panadería, tartamudeaba llena de nervios al contar que había visto cómo violaban a dos niñas en uno de los aseos de mujeres. "Lo vio mucha gente, pero nadie se atrevió a hacer nada", explicó. "Salió corriendo y pasó por nuestro lado".
Muchos decían que tenían la sensación de que les habían abandonado en el estadio. No había televisores que les permitieran enterarse de cómo iban los trabajos de rescate ni saber cuándo iban a poder salir.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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