Magia televisiva

Después de una serie de televisión con más de un centenar de capítulos y de cinco largometrajes, Doraemon se ha convertido en un personaje perfectamente reconocible para los niños españoles. A los adultos, sin embargo, lo primero que nos llama la atención es la dificultad inicial para definir su especie. ¿Es un tigre con tendencia a la obesidad? ¿Es un gato cabezón? Pues no, es un minino robot de color azul con poderes especiales. Resuelta la duda, sólo queda sumergirse en las imaginativas aventuras del gato y su grupo de amigos. Doraemon y los dioses del viento es su última historia.

Sin llegar a las cotas logradas por las películas de Hayao Miyazaki (El viaje de Chihiro, al frente), hay que reconocer a los creadores de Doraemon su capacidad inventiva y sus excitantes dosis de magia. Así, los protagonistas viajan en compañía de ¡un cachorro de tifón! hasta el país del viento, donde se topan con los Ventus, pueblo que utiliza el aire sólo para su estricta supervivencia, y con los Tempestus, que abusan de él con la intención de dominar el mundo. Sin embargo, el trazo del dibujo y la animación no pasan de lo mediocre.

Estos artistas japoneses de mirada rasgada que siempre pintan personajes de enormes ojos redondeados no parecen haber evolucionado desde Heidi.

Además, los 82 minutos de metraje se hacen algo aburridos para los adultos (quizá no para los niños muy niños a los que va destinada la película), lo que provoca que la historia pueda tener cierto sentido si se ve en televisión, sin tener que pasar por taquilla.

En las salas de cine, en cambio, se pide un plus de calidad para que el producto no sea percibido como una simple operación de estiramiento temporal de un capítulo para la pequeña pantalla.