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CICLÓN EN EE UU
Columna
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Esperando a Katrina

Todo ha cambiado en este hotel de una antigua plantación del profundo sur, en las orillas del Misisipí a las afueras de la pequeña e histórica ciudad de Natchez. Todo es diferente este lunes en que esperamos la llegada del huracán Katrina. Ayer era un domingo cualquiera, con esa sensación de lentitud que tienen esas tórridas tardes del sur americano. Más de 35 grados, calles solitarias, bares acondicionados, llenos de gentes que bebían o comían con el fondo de algún cantante que vuelve a entonar las músicas que hablan del viejo río. Por la noche comenzó una suave lluvia, un ligero viento que aliviaba el calor nocturno. El pueblo de Natchez estaba particularmente lleno de visitantes. Los hoteles están llenos, estamos fuera de temporada pero muchas familias se movían con sus coches buscando algún lugar donde pasar las horas esperando a Katrina. No eran turistas, eran habitantes de Nueva Orleans, familias de clase media que habían tenido que dejar la ciudad, salir antes de que llegara el monstruo anunciado. Las carreteras del norte se habían convertido en un atasco interminable, había que huir, escapar a algún lugar lejos de la catástrofe más anunciada, más televisada de la ciudad más alegre y permisiva del sur de Luisiana.

Una lluvia fuerte había comenzado. El viento aumentaba por minutos. El huracán se estaba acercando
Había que huir, escapar a algún lugar, lejos de la catástrofe más anunciada
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Nueva Orleans resiste la furia del huracán

No es Natchez el mejor de los refugios, la vieja y tranquila ciudad del Misisipí está en la ruta del huracán, pero algo hay en esta ciudad de plácido, de seguro y sólido que otorga una suerte de tranquilidad. Con relativa calma pero con la inquietud televisada en directo. Dormimos con las noticias del tiempo, con la catástrofe como estrella, con el negocio de la alarma en directo. Los anuncios aumentaban en la misma progresión que esa extraña espiral, esa especie de huevo frito amenazador que se acercaba a Nueva Orleans.

Todo era diferente en la madrugada del lunes, me desperté a las cinco de la mañana, no por el sonido de la televisión, ése ya estaba incorporado a mis sueños, sino por otro sonido no identificado, sutil, leve y extraño que me llegaba de las ventanas. Eran pequeñas ranas verdes. No una lluvia de ranas como en los relatos de García Márquez, ni como en aquella película que tanto recuerda al Misisipí, Magnolia, no, eran apenas unas cuantas pequeñas ranas que debían sentir alguna amenaza y habían decidido dejar la cercana laguna en que habitan. También me di cuenta de que no sonaban las perennes cigarras. Los patos estaban más cercanos, parecían darse un festín inesperado. Una lluvia fuerte había comenzado. El viento aumentaba por minutos. El huracán, con ruido y con furia, se estaba acercando a Nueva Orleans. En unas horas llegaría a Natchez.

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Muy pronto desayunamos. En el salón habían instalado una gran televisión, estas educadas gentes del sur, estos burgueses sureños, orgullosos de su pasado y de sus derrotas, gentes que han seguido haciendo dinero después de haber perdido su guerra, parecían niños pegados a la televisión a la hora de Los lunnies. También habían salido el personal del servicio, las cocineras, los camareros, todos esos amables sirvientes negros -posiblemente descendientes de aquellos esclavos que un día trabajaron en esta plantación de algodón en las orillas del Misisipí- en ellos se notaba más alarma, más inquietud que en los clientes. Seguramente sus casas no tengan la solidez de los alojados en el elegante hotel.

Poco antes de la hora anunciada del huracán, en las cercanías de Natchez, nos acercamos a ver el río. El viento ya sopla con una intensidad cercana a un temporal, la lluvia ya no era de una tormenta de verano, el padre de los ríos ha crecido unos pies, tiene olas. Los barcos esta mañana no navegan por el Misisipí. No hay circulación en las tranquilas calles de la ciudad, parece un pueblo temeroso. Como aquel pueblo de Solo ante el peligro, cerrado en sus casas porque los malos estaban a punto de llegar puntuales en el tren de las cinco de la tarde.

Seguimos cruzando el pueblo desde nuestro coche. Hay un restaurante abierto que también vende antigüedades. Allí encontramos una antigua edición de Lo que el viento se llevó, retrato de sus protagonistas, todo un emblema del orgullo sureño. Las demás tiendas, muchas de anticuarios, están cerradas. También el colegio. No está abierto el pequeño bar de tamales al lado del río. El barco del casino está cerrado. Por las calles nos cruzamos con algunas ramas caídas. Una bandera americana vuela caprichosamente a merced del viento desprendida de su mástil. Nos cruzamos con un coche del sheriff, nos dicen que no es conveniente pasear por el pueblo. Comenzamos la vuelta al hotel, vemos unos armadillos atropellados en la carretera, seguramente querían escapar de la subida del río que les protege. Recordamos las pobres casas de las orillas de los cajuns, esas barracas de madera habitadas por gentes que parecían sacadas de una foto de los años de la depresión. Dejamos el pueblo. Las casas están melancólicas y tristes, cerradas, parecen cuadros de Hooper. Volvemos a nuestra habitación, en la baranda, en el porche ya no están los clientes meciéndose. Ya no hay quien quiera estar tranquilo viendo cómo caen algunas ramas de los viejos robles. La luz hace cortes. No podemos seguir la tragedia por televisión. Desde nuestra ventana la realidad del jardín cada vez se parece más a las escenas que veíamos en la tele. Estamos tranquilos, pronto esperamos volver a región. No sabemos cuándo, ni desde qué ciudad, ni en qué aeropuerto. Ahora, a la dos de la tarde del lunes, sólo nos queda esperar que el paso de Katrina no sea tan mortal como aquel de Camila del año 69. Volveremos a leer a Faulkner.

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