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ASTE NAGUSIA
Columna
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Al final del camino

Uno lo ha escrito en más de una ocasión a lo largo de estos años en que va haciendo la crónica de la Aste Nagusia, pero hay que reconocer que el efecto se agrava con el tiempo: que el domingo en que terminan las fiestas de Bilbao se vuelve cada vez más melancólico, habida cuenta de que en él se acumulan los cierres y las despedidas.

En ese malhadado domingo terminan las fiestas de Bilbao, termina un fin de semana, termina la hilera de fiestas agosteñas (al menos las de las capitales vascas) y terminan también las vacaciones estivales de una gran parte de la ciudadanía. Claro que el efecto se agrava en las últimas ediciones: la Semana Grande de Bilbao va escorándose hacia septiembre, de modo que en el domingo terminal está a punto de acabar también el mes de agosto, e incluso los pocos que se salvan de reanudar su trabajo ven tan próximo el fin de los días de descanso que el fin de fiesta, inevitablemente, adquiere un claro tono de amenaza.

Y al efecto de profunda melancolía que suscita este día se le une la indefinición que la acompaña, un fin de fiesta que no ha logrado cuajar. Supongo que ésta es una idea discutible, pero uno está firmemente convencido de que los acontecimientos periódicos y festivos precisan de sus propias tradiciones, y que éstas deben consolidarse para, por un lado, reforzar su identidad y, por otro, darles un carácter entrañable y emotivo.

Seguro que, si lo pensamos un momento, sorprende que Mari Jaia sea una chavala tan joven (aún no ha alcanzado la treintena) porque el personaje se halla ya firmemente instalado en el imaginario de la fiesta: eso le da una solera y un empaque que los años no le dan. Y cierto que la Aste Nagusia termina con la quema de esa notable señora, pero el acto cuenta con una estructura radicalmente distinta cada año, con nuevas invenciones, o, en lenguaje más alambicado, con distintas perfomances.

La quema de Mari Jaia se acompaña cada año con una performance inédita, lo cual sin duda alguna proporciona mayor espacio a la imaginación, al cambio, a la sorpresa festiva, pero no apuntala la sensación de una tradición consolidada. Quizás se trata, sin más, de una dialéctica constante, la que se suscita entre el sentido de lo tradicional, que exige la repetición periódica, y la necesidad de innovación, que impone en las sucesivas ediciones cambios, sorpresas y llamadas de atención.

Claro que, puestos a diseñar la fiesta, su terminación es el momento que debería exigir menos detalle, o donde sería más perdonable la negligencia. Al fin y al cabo, ¿qué nos espera por delante? Son más de once meses de trabajo, once meses donde el descanso tampoco alcanzará el carácter explosivo que alcanza en la Aste Nagusia. En realidad, la Aste Nagusia podría describirse como una vertiginosa subida del termómetro, y todos sabemos que durante el resto del año la temperatura será mucho menor. Pero siempre queda la esperanza de llegar al final de este largo camino, y que al hacerlo volvamos a vernos también.

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