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Columna
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El 'pinganillo'

Santiago Segurola

El proceso idiotizador del fútbol ha alcanzado una nueva cota: el pinganillo. Después de observar sus temibles efectos en el ciclismo, ahora le toca a un juego cada vez más alejado del sentido común. Aunque el fútbol digiere todo y se adapta a los tiempos con una facilidad camaleónica, resulta inquietante un panorama de presidentes que vuelan detrás de cualquier negocio, de avispados estrategas que recuerdan a los vendedores de crecepelo, de agentes que encuentran la colaboración necesaria de los clubes en su impune enriquecimiento, de futbolistas que detestan la profesión que les ha hecho multimillonarios, de millones de aficionados que sólo mantienen la categoría de consumidores, de entrenadores que no conocen los límites de la sensatez y actúan como si el fútbol les perteneciera. Vanderlei Luxemburgo es uno de éstos.

Raúl y Roberto Carlos jugaron el miércoles con un pinganillo en el oído. Abdicaron de su condición de futbolistas para convertirse en la terminal de las órdenes que recibían de su entrenador. En todo caso, fueron jugadores por control remoto, como lo son los ciclistas de ahora, aburridos y robotizados, sin carácter para tomar decisiones por sí mismos, pendientes de las instrucciones de un tipo que se siente Dios sentado en un coche que asciende por el Galibier o de otro que está a punto de estallar de vanidad en el banquillo del Bernabéu. Todo esto, bajo una presunta aproximación científica al deporte, que pasaría por el aprovechamiento de las nuevas tecnologías, por cómico y hortera que resulte un señor hablando con un walkie-talkie desde la banda y otro afinando el oído a un aparato pegado con esparadrapo a la oreja. Todos hemos visto el efecto en el ciclismo, en el que el imperio del pinganillo tiene el aspecto de un desastre nuclear. Las carreras son tan insoportables como la colección de autómatas sobre pedales que las protagonizan.

El fútbol ha llegado a un punto en el que los jugadores no quieren tomar decisiones y los entrenadores quieren tomar más decisiones de las que les corresponden. Hay invasión de unos y dejación de otros. Luxemburgo es tan vanidoso que necesita una exhibición pública de su poder para proclamar su desprecio por los jugadores. Considera que el fútbol le pertenece, que puede invadir el ámbito natural de los jugadores, que puede despojarles de su dignidad de futbolistas y proclamar su omnipotencia ante la gente. Es decepcionante que dos jugadores veteranos y de gran prestigio colaboren en la charlotada de su entrenador, cuyas ínfulas están directamente relacionadas con el tamaño de su ego. En su cabeza, quiere que el éxito le corresponda íntegramente, de forma visible, sin la molesta interferencia de los jugadores, que ahora sólo son ejecutores de sus órdenes. En el fracaso no piensa. Es demasiado presumido.

Los jugadores actuales aceptan su desdichado papel porque hace tiempo que se manejan mejor en otro escenario: el de víctimas, el de intrigantes y el de codiciosos. La grandeza no va con ellos. Los futbolistas prefieren evitar las responsabilidades a aceptarlas. Prefieren colocarse un pinganillo en la oreja que mantener su orgulloso espacio de inteligencia y de libertad. Lo hacen porque semejante dejación traslada las responsabilidades a otro, a un vanidoso contaminante, sí, pero también a un vanidoso con más carácter que ellos.

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