El visitante
Hay pocas presencias más fantasmagóricas que la de un cartel electoral fuera de época. Durante años, por las carreteras, aparecían fantasmas en vallas publicitarias que se pudrían lentamente. Aun cuando está prohibida la publicidad en los campos estos carteles poseen una rara resistencia. El color se va degradando bajo el sol implacable pero el aspecto del candidato sigue acechando, aferrado a aquello que pareció una gran oportunidad.
La ciudad es todavía más cruel y guarda las desahuciadas efigies en sus rincones marginales. Ningún candidato sobrevive a su temporada electoral en las vallas de la Diagonal o el paseo de Gràcia. En cambio, hay generaciones enteras de políticos que languidecen en paredes que a nadie importan y en puentes que no llevan a ninguna parte. Por alguna razón oculta una de las moradas favoritas de los fantasmas electorales son los muros que jalonan las vías de tren antes de llegar a las estaciones. Allí, en medio de grafitti y matorrales, entre montañas de cascotes y desperdicios, asoman lúgubremente rostros que los viajeros contemplan con total indiferencia.
Por alguna razón oculta una de las moradas favoritas de los fantasmas electorales son los muros que jalonan las vías de tren antes de llegar a las estaciones
Y, sin embargo, estos rostros tuvieron su gran momento, el esplendor de unos días, la posibilidad de una ambición. En esa pequeña edad de oro fueron fotografiados con esmero, retocadas sus imágenes en busca de la pulcritud, enrolladas en esperanzados cilindros, adheridos con cola a la conquista de la posteridad. Habitante de su fugaz mundo ideal el candidato, infinitamente más atractivo que su doble en la realidad, se convirtió en un personaje familiar con el que los ciudadanos debían convivir, al menos durante unas semanas.
En estos días de esplendor era el perfecto visitante. No entraba por una puerta u otra sino por todas al mismo tiempo, sonriente las más de las veces pero en ocasiones circunspecto como el pantócrator de perfil que muestra la fotografía -un buen hombre tal vez severo en exceso-.
Súbitamente el visitante aparecía colgado en banderolas y pancartas, el vivo retrato del buen padre o del hijo prometedor o del administrador eficiente o del esposo sin tacha (ningún partido apuesta nunca por padres o hijos desastrosos, por administradores pródigos o por maridos libertinos). El visitante se había incorporado al paisaje de la ciudad y, si podía, entraba también en los hogares para compartir la vida cotidiana de sus futuros votantes.
Hasta que se producía el cataclismo. De pronto terminaba la pequeña edad de oro. Los cuidados retratos, que tanto había costado conseguir en la lucha de lo ideal con lo real, eran arrancados sin ningún miramiento, apilados en apresurados vehículos camino de cualquier basural. Cuanto mejor era el lugar que habían poseído en el paraíso -el paseo de Gràcia o la Diagonal- más veloz era el tránsito hacia el infierno. Rápidamente el visitante desaparecía de la ciudad.
No obstante, alguno se resistía. Y transformado en una sombra reaparece de tanto en tanto a la búsqueda de ese instante de gloria perdido para siempre.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.