Las apariencias
Las apariencias engañan... pero interesan. Permítanme añadirle una coda a esa célebre frase que, en realidad, es solamente un hermoso iceberg cuya parte visible no dice la verdad: las apariencias engañan, claro, pero es que a todos nos gusta engañar y que nos engañen, porque de esa manera no tenemos que conformarnos con nosotros mismos, podemos seducir y conquistar a otros por el método de mentir en defensa propia, o lo que es lo mismo: en contra de nuestras limitaciones. Vistas desde el ámbito de lo privado, las apariencias pueden ser la base de la belleza, lo mismo que la hipocresía puede ser el fundamento de la buena educación.
Pero la cosa cambia cuando se trata del ámbito público, porque lo que vale a la hora de cautivar a unos cuantos, no sirve para dirigir a todo un país: por eso a los políticos se les debe exigir que sean sinceros y eficaces en grado superlativo: si no pueden ser un modelo, que en lugar de ser presidentes o ministros sean personas normales, lo mismo que todos los demás. Creo que fue De Gaulle el que, cuando tuvo que dejar el Gobierno de Francia, dijo, muy despechado: "Es imposible gobernar un país con doscientas clases distintas de queso". Bueno, pues si no tienes un paladar tan amplio, no mereces llevar las riendas de la nación, debieron pensar, con toda la lógica del mundo, nuestros vecinos.
Sin embargo, a veces las apariencias llegan demasiado lejos, porque una cosa es que un cargo público deba parecer honrado y brillante, además de serlo, y otra que la tiranía de la imagen lo abarque todo y hasta tal punto que, por ejemplo, un presidente del Gobierno deba fingirse omnipresente e inhumano, una especie de superhombre inmune al cansancio y los golpes del enemigo. Se produce un desdichado accidente como el que acaba de suceder en Afganistán, y Rodríguez Zapatero debe interrumpir sus vacaciones para volver a Madrid y hacerse cargo, personalmente, del asunto. Se quema un bosque en Guadalajara, tras un incendio terrible que acabó con la vida de varias personas, y la oposición lo crucifica por no salir de la playa donde descansaba, con un extintor dialéctico, en cuanto ardió el primer pino. A un guardia civil sacado de una película de Jean-Claude van Damme se le va la mano en un cuartel de Roquetas y mata a un detenido, y ahí va el presidente, a ponerse manos a la obra. ¿No es todo eso un punto ridículo? ¿No lo es, también, que en un debate sobre el estado de la nación el presidente tenga que hablar dieciséis horas seguidas? Tengan prudencia, que este camino va a dar a Fidel Castro.
El presidente interrumpe sus vacaciones y se va a Guadalajara y a Roquetas o se viene a Madrid porque si no lo hace se lo comen vivo, pero la sensación que eso produce es doblemente inquietante. Número uno: ¿no demuestra tanto alarde de solidaridad en primera persona que la política tiene un componente publicitario demasiado significativo? Hoy día, no hace falta ir a ningún sitio para estar allí, con los medios técnicos de los que se dispone. Y número dos: ¿es que el Gobierno no puede funcionar en ausencia de su líder? El resumen es que todo esto parece bien intencionado, pero un poco pueril.
Imagínense si nos salimos de esos dramas terribles y descendemos hacia los problemas municipales de una ciudad como Madrid, en la que este verano dicen que se llevan a cabo simultáneamente cien obras. El alcalde Ruiz-Gallardón, cuyo Ayuntamiento es responsable casi de la mitad de esos proyectos, asegura que era preferible acometer estas grandes infraestructuras a la vez y sufrir "dos años de gran sacrificio, en lugar de ocho o nueve" de perturbaciones más dispersas, "para que todas estén terminadas a la vez", y anuncia que cuando concluya el trabajo, la capital de España será una de las más modernas del mundo. Vale, pero como las zanjas, las tuneladoras y los martillos neumáticos están volviendo locas a las personas que viven junto a ese infierno portátil, a lo mejor el alcalde debiera seguir la corriente, pasar los días a pie de obra y dormir una noche en cada casa acorralada por la jauría de los ruidos. Lo propongo, por eso de llevar las cosas sobre la propia espalda, y tal. Por cierto, ¿Ruiz-Gallardón tiene vacaciones? ¿Sí? ¿Dónde? ¿Por qué? ¡Qué vergüenza! A Acebes vas a ir. Y te puedes preparar, que se dice que el Gran Secretario va a volver a Madrid hecho un toro: se ha pasado el verano en un gimnasio, haciendo pesas con la lengua.
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