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Reportaje:VERANEO INTERIOR

Las lágrimas de San Lorenzo

Julio Llamazares

Como toda liturgia, el verano interior tiene también sus ritos, esas fechas y esos actos que engranan como un rosario el devenir de los días de los veraneantes y que le dan un discurso y una estructura a sus vacaciones. Si ya éstas son amorfas y vacías de por sí; si ya el verano es un gran estanque en el que el agua alimenta babas y ovas de todo tipo y especie; si la apatía nutre su naturaleza, ¿qué no sería, además, si el verano no tuviera, para ir desarrollándose y avanzando, una liturgia concreta que lo convierta en un calendario? La llegada al lugar de las vacaciones, las fiestas, las excursiones, las visitas a la familia o de los amigos, las meriendas campestres o los paseos de atardecida o de anochecida cumplen una gran función, al margen de por sí mismos, como relato de las vacaciones. Sin ellos, éstas serían un tiempo muerto.

El veraneante del interior va pasando de una a otra actividad con obediente docilidad, enhebrando en su verano las costumbres y los ritos ya sabidos
Cuando agosto se desliza poco a poco hacia su ocaso, el veraneante del interior siente el vértigo del tiempo y la cobardía de no enfrentarse a él
La gente, en general, no soporta no hacer nada, por más que ésa y no otra sea la condición del veraneante. Y por eso necesita inventar cosas

Pero el verano interior, como el de la playa, tiene también sus ritos particulares. Ritos que le dan sentido y que ocupan y entretienen a la gente, a veces sin que ésta se dé cuenta tan siquiera. Se trata, al fin, de combatir el aburrimiento, de hacer algo para no morir de hastío, de agarrarse a un clavo ardiendo con tal de no seguir sentados hora tras hora bajo la parra del corredor o debajo de la sombra del ciruelo o de la higuera, en el jardín. La gente, en general, no soporta no hacer nada, por más que ésa y no otra sea la condición del veraneante. Y por eso necesita inventar cosas, ya sean reales o imaginarias, como las fiestas.

Las fiestas son al verano lo que los sábados al invierno: ese tiempo esperado y compulsivo en el que el aburrimiento da paso a la irrealidad y el tiempo se detiene o se dispara, según casos. Hay fiestas en las que éste, acelerado por los acontecimientos, se convierte, en efecto, en una montaña rusa, con las cosas sucediéndose a toda velocidad, y otras en las que, por el contrario, se detiene bruscamente de repente hasta el punto de que a veces uno tiene la impresión de estar viviendo fuera de él, por más que siga corriendo en el calendario. Es lo que ocurre con esas fiestas que se prolongan durante días, más allá de lo normal, y es lo que pasa con esos ritos que, a base de repetirse, acaban por parecernos el mismo de cada año. Lo que no quita para que el veraneante los espere con impaciencia y para que se entregue a ellos como si fuera la primera vez.

De entre los ritos del veraneo, el único que uno comparte (más por su emoción poética que por lo que significa para la mayoría) es el de salir al campo la noche de San Lorenzo para ver la lluvia de estrellas. O las lágrimas del santo, como se dice con más fortuna en algunas partes. Me gusta tumbarme en plena noche bajo el cielo, lejos de la luz del pueblo, para ver cómo caen las estrellas sobre la línea de un firmamento que normalmente esa noche está tan tersa como la de la vida. Suele ser noche sin luna, oscura, sin viento al fondo, y, salvo los aviones y las luciérnagas, nada rompe su inmovilidad. Por eso las estrellas, que, ésas sí, cumpliendo con la tradición, se desplazan continuamente de un lado a otro del cielo, convierten éste en un espectáculo que el veraneante del interior agradece, a falta de otros que lo entretengan.

Pedir un deseo

Con cada estrella que se desliza hay quien pide un deseo o un pensamiento y quien se acuerda de los que ya no están. Con cada brillo que cruza el cielo hay quien recuerda otras noches y quien se olvida hasta de la que está viviendo. Porque la sensación que da, mirando las estrellas temblar allá en lo alto, es que la vida es mucho más frágil de lo que nos parece a la luz del día, que la fugacidad del tiempo es mayor de lo que sospechamos normalmente y de lo que estaríamos dispuestos a aceptar. La noche de San Lorenzo, con sus lágrimas fugaces cayendo sobre un mundo que a esa hora mira al cielo o se divierte, con el olor del tomillo o del cereal emborrachando a unos y a otros, con la brisa suavizando las aristas del horizonte y del pensamiento, parecen lágrimas que derrama un dios sin nombre ni rostro por nuestra propia fugacidad.

Pero el veraneante no suele pensar en ello. O, si lo hace, se lo calla para sí. La noche de San Lorenzo, el veraneante del interior, ese al que la melancolía devuelve una y otra vez a los mismos sitios, a los mismos paisajes de su infancia y su memoria, a los lugares que más y mejor conoce, prefiere imaginar que el verano es infinito y que esa noche se repetirá mil veces, si no éste, sí en próximos veranos. Por eso sigue mirando al cielo sin preocuparse, como si las estrellas fueran luciérnagas o aviones de pasajeros (y como si el firmamento fuera un espejo y no el decorado por el que se deslizan), y por eso, cuando regresa a casa después de horas, a veces con el día ya anunciándose a lo lejos, vuelve con la sensación de haber sido inmortal por otra noche, de haber vivido una noche única, de haber traspasado el tiempo. Un tiempo que, mientras tanto, se ha detenido por un instante como a él le gustaría que se detuviera también el suyo y este verano incipiente, recién inaugurado y estrenado pero que se acerca ya a su ecuador.

Luego llegarán las fiestas. O antes. O al mismo tiempo, que a san Lorenzo se le celebra en muchos lugares, al margen de sus lágrimas de estrellas pasajeras y fugaces. Llegarán las fiestas, las excursiones, las comidas familiares en casa o en el restaurante ("¿qué tal los niños?", ¿"cómo te va en el trabajo?", "¿te jubilas o todavía te queda?"...), las visitas obligadas a ese lugar tan bonito que hay que enseñar al grupo de amigos, la participación en las actividades culturales del lugar, que alguien se encarga siempre de organizar para no parecer un indiferente, la colaboración en el arreglo de la ermita o del cementerio, que se caen y hay que evitarlo... El veraneante del interior, con mayor o menor disposición, va pasando de una a otra actividad con obediente docilidad, enhebrando en su verano las costumbres y los ritos ya sabidos hasta que, cuando se da cuenta, comienza a ver el final de agosto y, lo que es peor, el de sus vacaciones. Lo hace ya tarde, cuando el verano está terminando y cuando ya apenas tiene tiempo de volver la vista atrás para intentar atrapar el tiempo o por lo menos para aprovecharlo más.

Repetir ritos

Pero le pasa todos los años. Le pasa cada verano y le seguirá pasando, porque el verano es eso precisamente: una lluvia de estrellas pasajeras, de lágrimas de San Lorenzo que se deslizan a toda prisa para satisfacción del mundo, que no sabe o no quiere entender adónde va. Si lo sabe, lo calla para no temblar de miedo, y si no lo quiere entender, lo oculta para que no le llamen cobarde. Al veraneante interior le han llamado cobarde muchas veces, si no explícita, sí implícitamente, por empeñarse en repetir ritos, por agarrarse al rigor freudiano de sus orígenes familiares, por conformarse con su felicidad de pueblo, tan distinta de la de la aventura o de la de la aglomeración playera, pero eso no le importa porque él no está de acuerdo con esa visión tan simple de su verano; al contrario, se cree el más valiente por atreverse a enfrentarse al tiempo en lugar de escapar de él, como hacen los otros. Pero ahora sabe que su cobardía es cierta. Cuando agosto se desliza poco a poco hacia su ocaso, cuando septiembre asoma sus barbas rubias por detrás de las fiestas patronales y los fuegos, cuando la música del verano empieza a ajarse como la fruta seca, el veraneante del interior siente el vértigo del tiempo y la cobardía de no enfrentarse a él y entonces vuelve sus ojos a San Lorenzo, a esa noche tan hermosa que hasta el tiempo se detiene para ver caer las estrellas. A esa noche en la que el mundo, cansado de tantas vueltas, se para por unas horas y se queda inmóvil y a oscuras, con el cielo convertido en un estanque en el que los desaparecidos brillan como luciérnagas y los astros toman nombre de personas o de deseos.

DAVID AJA

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